La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 30 de enero de 2009

Fútbol


No me gusta el fútbol. Y no se trata de una confesión, sino de un modo para entrar en materia. No me gusta el fútbol y no creo que deba sentirme avergonzado por ello. Si acaso un poco apesadumbrado, por motivos que trataré de explicar. Mi padre sí que pertenece a la secta balompédica. En mi casa siempre se encendía el televisor cuando se retransmitía un partido. Yo de niño era un forofo de la tele. Me quedaba encandilado con casi cualquier cosa, desde Locomotoro a los Estudio 1, pasando por los anuncios de Kelvinator. Pero el fútbol se me resistía. Recuerdo que más de una vez me planté delante de la pantalla de nuestro viejo Iberia, que tenía más de armario ropero que de televisor, tratando de descifrar qué había de especial en aquello de pasarse horas mirando a unos enanitos que corrían detrás de un balón. Pero nunca hallé el atractivo de aquel espectáculo. Me aburría soberanamente, incluso me deprimía. Tal vez mi percepción del domingo como el día más triste de la semana provenga de esta época.
Pasó el tiempo y las cosas no cambiaron de modo sustancial. Si acaso, mi antipatía por ese deporte se acrecentó. Cruyff encendía pasiones en los estadios y en el patio de mi colegio, pero a mí me dejaba frío. Naturalmente, nunca aprendí a jugar. Ni siquiera era capaz de chutar un balón en línea recta. En los recreos se organizaban partidos, y a mí nunca me elegían. O si lo hacían era a la fuerza, por el riesgo de discriminar al hijo del maestro. Me ponían de portero, pero al ver que me apartaba de la trayectoria del balón cuando lo veía venir, me colocaban en la defensa y me pedían que procurara no molestar mucho. «¿De qué equipo eres, chaval?», me preguntaba el peluquero. Y cuando era incapaz de contestarle me miraba con pena, como si tuviera a un disminuido psíquico sentado en su sillón. Siempre he intuido que mi indiferencia ante el fútbol me ha costado cara, y no sólo por el hecho de hacer de mí un bicho raro, lo que siempre comporta riesgos en los arduos años de la niñez y la adolescencia. Me resulta imposible imaginar cuántas conversaciones apasionantes, cuántas alegrías, cuántos momentos de emoción y camaradería, de genuina felicidad, me he perdido por culpa de mi rareza.
Que yo recuerde, la única vez que mi alergia al fútbol me ha resultado útil fue durante el Mundial del 82, aquel que se celebró en España y del cual ha quedado poco más que el recuerdo del infame Naranjito. Yo cursaba mi primer año de universidad en Valencia, que a la sazón era también la sede donde la selección española jugaba sus partidos de clasificación. Corría el mes de junio y estábamos en plenos exámenes finales. Desde la sala de estudio de mi colegio mayor era audible el rumor de la televisión, siempre encendida y con algún encuentro en curso. Con la ciudadanía pendiente de si España se clasificaba o no, es fácil comprender el efecto que el apagado rugido del fútbol provocaba en mis compañeros. Reaccionaban como las cobras al sonido de la flauta. Cada vez que en la sala de televisión se oía ¡gol!, todos ellos salían por piernas a fin de no perderse la repetición del tanto. Un par de minutos después, la mayoría regresaba con expresión culpable y, al encontrarme tranquilo y concentrado en mis libros, me dedicaban furibundas miradas de reproche. Ni que decir tiene que yo aprobé, mientras que muchos de ellos pagaron cara su afición.
Hoy en día las cosas continúan más o menos igual. Aunque a mí me pasó por alto, la pasión por el fútbol sigue pegando fuerte en mi familia, y se ha cebado de un modo especial en mi hijo, que lo practica con asiduidad, lee la prensa deportiva y se declara hincha del Valencia. Habría sido una bonita experiencia poder sentarme junto a él, vibrar con los partidos de la pasada Eurocopa y asomarnos a la ventana para cantar los goles. Pero la realidad es que el fútbol sigue sin inspirarme nada más que aburrimiento. Con cierta salvedad. Tengo la manía de oír la radio durante las comidas, y a la hora de la cena me he acostumbrado a escuchar Radiogaceta de los Deportes, programa decano en su género en la radio española. De la mano de Juan Manuel Gozalo he llegado a adentrarme en los entresijos del deporte rey. Y no me refiero a los aspectos deportivos, que aún me resultan indiferentes, sino a  todo ese culebrón de montajes y politiqueos, lealtades y puñaladas traperas, filias y fobias, fichajes y traspasos, dimes y diretes, tormentos y éxtasis, que rodea a la competición. Me fascina el modo en que los comentaristas deportivos son capaces de enhebrar intrigas fascinantes a partir de cuestiones tan pueriles. El caso de la asamblea del Madrid y la dimisión de Calderón, por ejemplo, me ha brindado ratos tan divertidos como la lectura de una buena novela, y me ha convencido de que el trabajo de un periodista deportivo tiene mucho que ver con el arte del escritor. Consiste en extraer oro de la paja, convirtiendo en fascinante algo que es insulso por naturaleza. Ahora entiendo por fin la famosa frase de Jorge Valdano, para quien el fútbol es la más importante de las cosas que no tienen importancia. Exactamente la misma definición que podría aplicársele a la literatura.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 30/1/2009

2 comentarios:

Tresmasqueperros dijo...

No me digas que a Miguel le gusta el fútbol...

La hemos hecho buena.

Anónimo dijo...

Muy bueno, aunque me gustó más el de los espíritus de Doyle.