La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 5 de diciembre de 2008

Dolor de muelas

Desde hace unas semanas me duelen las muelas. Nada como un buen suplicio dental para recordarnos la fragilidad de nuestra carne y, por ende, lo efímero de nuestro tránsito por el mundo. Mucho más efectivo, sin duda, que esas historias de terror que nos contaban los curas en la catequesis, aquella siniestra lotería de morir en pecado o en gracia de Dios, con las irrevocables consecuencias que los lectores recordarán. Pero estaba hablando de mis muelas. No quiero parecer pusilánime, pero me han dolido una barbaridad. Cada comida se convertía en una sesión de tortura, máxime siendo yo tan devoto de los alimentos contundentes y tan poco amigo de purés, verduras y sopitas.

Si lo pienso, llego a la conclusión de que los dientes gozan de un prestigio que no se merecen. Nadie se preocupa de la blancura y lozanía de su fémur o de su clavícula. ¿Qué sentido tiene esa obsesión por lucir unos incisivos inmaculados, unos caninos tan níveos como la porcelana de Sèvres? Recuerdo un hermoso texto de Francisco Umbral incluido en esa joya de libro que se titula Mortal y rosa. Umbral habla de su esqueleto. Dice que el esqueleto es algún antepasado nuestro que todos llevamos dentro. «Se evaporará mi carne y quedará el esqueleto, el antepasado, ése que ya no soy yo.» Inquieta pensar que todos transportamos a ese intransigente habitante, a ese «individuo duro y feo» que antes o después habrá de convertirse en nuestro cadáver. En algunos lugares de mi cuerpo, el incómodo compañero está oculto bajo una mullida capa de carne. En otros, como los codos, el cráneo o las rodillas, lo noto a flor de piel. Su dureza me mortifica. Su rigor es evidente al tacto, y al sentirlo siento también un vago retortijón de angustia. Memento mori. Un día estaré tieso. El único testimonio de mi paso por el mundo será este patético montón de huesos que ahora me sustenta. Y dudo que haya un juez Garzón empeñado en desenterrarlos.

Coincidimos en que el esqueleto es nuestra parte más siniestra. Y, sin embargo, hay una parte de nuestro esqueleto que mostramos al mundo sin el menor pudor. Es más, nos complace exhibirlo, en especial cuando cumple a rajatabla su condición ósea de objeto blanco y petrificado. Me refiero a nuestra dentadura, esos pequeños pedazos de nuestra osamenta que asoman obscenamente al exterior. Qué atractivos nos parecen los dientes cuando nos sonríe una mujer hermosa, una reacción paradójica, por cuanto que lo que delatan no es su belleza, sino el espanto de la calavera que acecha debajo.

No, los dientes no merecen su buena reputación. Y menos aún esas piezas llamadas «muelas del juicio», que son precisamente las que han provocado mi calvario de las últimas semanas. Esos pequeños y duros diablillos agazapados en la parte más recóndita de mi cavidad oral. ¿Qué son sino armas de carnívoro, reliquias que hunden sus raíces en la noche de la cadena evolutiva, recordándonos que hubo un tiempo en que fuimos poco más que mandriles con las fauces tintas de sangre? Por eso me sentí casi agradecido cuando mi dentista me dijo que iba a ser necesario extraerlas. Agradecido pero también aterrorizado, justo es reconocerlo. Yo, que tan poco apego siento por mis dientes, he pasado varias semanas presa del pánico ante la idea de deshacerme de algunas piezas que ni siquiera uso. Cuando faltaban pocas fechas para el Día D, postergué la operación con la excusa de un viaje. Pero la tortura era tan grande que se me acabaron las excusas. Así pues, tranquilizado con la experiencia de algunos amigos (y aterrado con la mala experiencia de otros) expuse mis intimidades bucales a la experta mano de mi dentista. Unos pinchazos, unos leves tirones y, ¡bendito sea Dios!, la maldita muela estaba fuera. «¿La quieres guardar?», me preguntó la buena señora mostrándome una cosita ensangrentada, amarillenta y cuarteada de caries. «No, no. Prefiero donarla a la ciencia». Y me marché agradecido y maravillado por lo fácil que había sido todo. Me sentía aligerado. Menos esquelético. Más persona. Luego recapacité y no pude evitar sentirme también un poco ofendido. Yo pensaba que estaba deseando deshacerme de mi muela. Pero, a tenor de la facilidad con que me había abandonado, era ella la que estaba deseando deshacerse de mí.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 5/12/2008 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Uhmmmm... Amigos que te cuentan malas experiencias con muelas del juicio días antes de que te hurguen en las tuyas... Eso que ganas: así no se necesitan enemigos; tienes los dos por el precio de uno.