
No  se dejen confundir por el título. Éste no es un artículo sobre política. Mi  médico me ha prohibido escribir sobre temas esotéricos hasta que cumpla los  setenta. Tal vez para entonces, con la suficiente experiencia y sabiduría,  empiece a entender alguno de esos misterios que ensombrecen la vida pública de  nuestro país. De momento sigo a dos velas. Por ello prefiero limitarme a  cuestiones más mundanas, como por ejemplo la invasión de parásitos que me  aqueja desde hace un tiempo. 
Aquí me veo obligado  a hacer una segunda puntualización: les aseguro que soy un tipo muy limpio. Tal  vez peque de ser un poco desaliñado, y es notoria mi incapacidad de combinar  dos colores con un mínimo de buen gusto. Pero me fregoteo escrupulosamente a  diario, empleo con profusión los desodorantes y procuro llevar siempre limpia  la ropa interior  (no sea que luego  pase algo y menuda vergüenza, como me advertía siempre mi pobre tía Maruja). 
Precisamente ahora los  médicos nos amonestan por lavarnos demasiado. Por paradójico que suene, un  exceso de higiene puede volverse perjudicial para la salud. El abuso de agua y  de jabones altera el pH de nuestra piel, arrastra la capa grasa que nos protege  y nos predispone a padecer dermatitis e infecciones cutáneas. Pero hay un  riesgo todavía mayor. Con tanto aseo, tanto alimento envasado y tanta bebida  pasteurizada estamos convirtiendo nuestros cuerpos en recipientes estériles que  resultan enormemente vulnerables. Igual que un niño consentido y criado entre  algodones, el sistema inmunológico se nos ha vuelto haragán e idiota.  Incapaces de identificar los gérmenes patógenos, nuestros anticuerpos  vagabundean por el torrente sanguíneo entre la abulia y la perplejidad. Y  cuando actúan, a menudo la toman contra elementos totalmente inocuos o, lo que  es peor, contra células propias que el organismo necesita para realizar sus  funciones. De ahí la proliferación del asma, de las alergias o de las  enfermedades llamadas «autoinmunes». Éste es un problema que desconocían  nuestros antepasados, quienes solían andar envueltos en una saludable capa de  mugre. Acostumbrados a vivir en la inmundicia, qué podía importarles a  aquellos supervivientes que los piojos anidaran en su cabeza, que las pulgas y  las garrapatas engordaran a costa de su hemoglobina o que los colchones de sus  camas hormiguearan de inquilinos indeseables. Ahora, en cambio, la mera idea de  que un solo bicho nos elija para fijar su domicilio hace que nos pique todo el  cuerpo. 
Ya en los años 70, el  sociólogo francés Jean Baudrillard advertía de que el hombre contemporáneo  se ha vuelto incapaz de manejarse con las cosas reales. Hemos creado una cultura  del simulacro en la que la realidad ha sido sustituida por imágenes de la  realidad. Para el hombre occidental la vida transcurre en la televisión y en  internet. La guerra, la política y la realidad socioeconómica se nos  suministran en forma de reportajes, conexiones y programas de debate. Las  relaciones personales se trivializan y se convierten en pretexto para shows  televisivos. Amigos y amantes no son sino líneas de texto en una ventana de  messenger. Rizando el rizo, webs como Second Life nos ofrecen la  posibilidad de soltar un avatar nuestro por la red para que él viva la vida que  a nosotros nos está vedada. A este simulacro de vida sólo le faltaban los parásitos  virtuales, y me temo que yo acabo de contraerlos. 
Verán, desde hace un  tiempo oigo ruidos que no existen y veo cosas que no están ahí. No son parásitos  en sentido estricto, sino «simulacros de parásitos», pero no por ello  resultan menos irritantes. La cosa empezó con los ruidos. Un día empecé a oír  una especie de pitido en mi oído izquierdo. El ruidito dichoso variaba en  intensidad y en tono según el día o el estado de ánimo, pero no cesaba nunca.  De hacer caso al dicho popular, siempre había alguien hablando de mí, porque  mi oído no dejaba de zumbar. Acudí al otorrino con la lógica preocupación.  Me dijo que lo que yo tenía era un «acúfeno» o «tinitus», una especie de  interferencia acústica que se generaba en mi oído interno por causas no  aclaradas. «¿Pero desaparecerá, doctor?» Ante esta pregunta, el médico se  encogió de hombros. Acababa de toparme con una de las fronteras de la ciencia médica.  Un tiempo después vinieron las «moscas». Eran como bichitos o hilachas  semitransparentes que parecían frotar en mi campo visual. Donde quiera que  mirara, allí estaban ellas. A veces lograba olvidarlas durante un rato, pero  una luz fuerte o un fondo claro las volvía enojosamente visibles. El oftalmólogo  me aclaró que se trata de un achaque común. El humor vítreo, que da forma y  consistencia a nuestro globo ocular, pierde transparencia y fluidez con el  tiempo. A veces se condensa, otras veces se desprende de las paredes interiores  del ojo (lo que se denomina un desprendimiento vítreo) y se queda flotando por  ahí, como migas de pan dentro de una pecera. Puede ser algo inofensivo o puede  presagiar trastornos más graves. No viene a cuento aclarar cuál fue mi caso.  Lo que me llama la atención es que, a pesar de mi escrupulosa higiene, no había  logrado desprenderme de los parásitos. 
No tengo sarna, piojos  ni garrapatas, y por ello mi cuerpo se ha tomado la molestia de generar parásitos  virtuales para que me atormenten. Ignoro si esto puede interpretarse a la luz de  la teoría del simulacro de Baudrillard. En todo caso, a mí me da que pensar. A  falta de parásitos reales, ¿a cuento de qué esta necesidad de contraerlos en  su forma virtual? 
Y hablando de parásitos. Cada cierto tiempo muchos ciudadanos consienten en participar en un simulacro de democracia durante el cual llegan a creerse que tienen algún poder de decisión en los asuntos públicos. ¿No será éste otro modo de contraer esos parásitos que tanto echamos de menos? Por favor, piensen en ello.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 18/6/2007
 
 
 


 
 
 
 
 
 
 

 
 
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