Los albores de cada nuevo año son momentos propicios para ponerse melancólico y reflexionar sobre el paso inexorable de los días. A partir de cierta edad tenemos la sensación de que el tiempo comienza a acelerarse. Echamos la vista atrás y nos parece que lo ocurrido hace diez años es cosa de ayer mismo, y que desde los días de la mocedad apenas ha transcurrido un suspiro. No sé si los psicólogos tienen estudiado este fenómeno, pero para mí no es sino un efecto adverso más del envejecimiento. Nos empeñamos en pensar que con la madurez somos dueños y señores de nuestro tiempo, cuando la realidad es bien distinta. «Me aburro», protestan los niños con frecuencia, y lo que les ocurre es que son tan ricos en tiempo que no saben qué hacer con él. Los adultos, en cambio, nos quejamos de todo lo contrario. Tenemos la sensación de que el tiempo se nos escapa entre los dedos. El dios que distribuye el tiempo de los hombres es generoso con los niños y mezquino con los adultos. Nuestra venganza consiste en apuntar a nuestros hijos a academias y actividades extraescolares. Pero ésa es otra cuestión.
Estamos hechos de tiempo. El tiempo forma parte de nuestra conciencia y de nuestra esencia. Está tan unido a nosotros que no podemos pensar en él de una forma objetiva. En sus Confesiones, San Agustín se quejaba de que, de todos los conceptos, sin duda el tiempo era el más esquivo: «¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que es, si nadie me pregunta; pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Al margen de las ecuaciones de la física teórica, nadie es capaz de describir esa sustancia invisible de la que se nutren los días y las horas. Nos vemos obligados a valernos de metáforas, y entre ellas la del agua es la que ha gozado de mayor fortuna. Heráclito hablaba de un río en cuyas aguas todos nos bañamos, aunque nadie lo haga dos veces. A diferencia de nuestros maltratados ríos del mundo real, el río de Heráclito no admite represas. Sus aguas no pueden embalsarse, encauzarse o trasvasarse. A veces soñamos con detener la corriente, con surcarla en una lancha rápida o con remontarla hasta sus remotas y misteriosas fuentes. Pero de momento tales proezas sólo están al alcance de la fantasía científica.
Cuando era niño vi una película titulada El tiempo en sus manos. El protagonista (Rod Taylor) inventaba un vehículo para desplazarse por «la cuarta dimensión», que no era otra cosa que la corriente temporal. Una palanca de cristal ponía en movimiento el gran disco metálico montado en la parte trasera del ingenio. Al principio la velocidad del viaje era moderada. El viajero no perdía de vista el mundo real, pero todo parecía moverse con mucha más rapidez: las personas caminaban a cámara rápida, las flores se abrían y cerraban en cuestión de segundos y un caracol avanzaba veloz ante sus ojos. Luego días y noches se sucedían con tal rapidez que su tránsito se percibía como un relampagueo. Entonces el viajero del tiempo perdía la conciencia hasta que llegaba al año 800.000 y pico, donde vivía toda suerte de trepidantes aventuras. Recuerdo que vi la película en el Productor, el viejo cine de la calle Concepción, y que me impresionó de tal modo que se convirtió en el argumento de muchos de mis juegos infantiles. Años más tarde supe que la había dirigido George Pal en 1960, y que era una versión bastante libre de la novela de H. G. Wells La máquina del tiempo. En mi adolescencia leí esa novela de Wells con el regocijo de quien acaba de encontrar un tesoro perdido durante años. Estaba incluida en una edición de obras completas que adquirí en una feria del libro, dos tomos editados en papel biblia. Tanto la película como la novela han marcado momentos importantes en mi vida. La primera representa el tiempo mítico de la infancia, esos días propicios para el asombro y la maravilla. En la segunda podría datar el origen de mi aprendizaje como lector. Ambos momentos parecen comunicados por una especie de túnel, un agujero de gusano que atraviesa los años y conecta acontecimientos distantes entre sí.
Recientemente ha caído en mis manos la novela El mapa del tiempo, del autor gaditano Félix J. Palma, último premio Ateneo de Sevilla. Se compone de tres historias entrelazadas cuyo nexo de unión es, precisamente, el personaje del escritor H. G. Wells. El Londres de fin de siglo, la empresa de Viajes Temporales Murray, la posibilidad de impedir el último crimen de Jack el Destripador, el romance entre una joven victoriana y un apuesto guerrero del futuro, un asesinato perpetrado con un arma de otra época… Todo un maravilloso folletín decimonónico con el viaje en el tiempo como motivo central. Para cualquier aficionado al género fantástico la novela constituye una apasionante experiencia de lectura. Para mí ha supuesto algo más. Ha sido la tercera parada de una máquina del tiempo cuyo viaje empezó cuando un niño vio una película en el viejo cine Productor, y continuó con cierto adolescente que sostenía entre las manos un grueso volumen editado en papel biblia. Me pregunto cuál será la próxima parada de este viaje.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/1/2009
1 comentario:
¿Se te pasa rápido el tiempo? El otro día (¿fue el domingo pasado?), M. Vicent escribía en su columna de El País precisamente sobre esto.
Si se te pasa rápido el tiempo, -decía, más o menos- es porque has dejado de captar, de retener, de sorprenderte, de aprender... tu vida ya no tiene alicientes. Para los niños el tiempo es dilatado porque tienen ganas de exprimir ese tiempo al máximo.
Luego lo hablamos. ¿De verdad a ti te faltan alicientes? ¡Pues piensa en los que tienes alrededor, colega!
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