La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 4 de febrero de 2013

Familias



Tengo un amigo norteamericano que lleva cuarenta años visitando nuestro país regularmente. Más de una vez me ha hablado del choque cultural que le supuso venir por primera vez, allá a principios de los setenta, cuando el franquismo daba sus últimos y feroces coletazos. Él tenía apenas treinta años y se había divorciado poco antes. «Mi mujer y yo nos repartimos lo poco que teníamos», me cuenta. «Luego dimos una fiesta para los amigos antes de que llegara el camión de mudanzas». En tremendo contraste con estos modos tan civilizados, lo que encontró aquí fue un país anclado en un conservadurismo casi troglodita, un país donde no se concebía más familia que la de toda la vida. Cuánto han cambiado las cosas, ¿verdad?
Ahora hay familias monoparentales y parejas del mismo sexo. Los que antes eran denostados por vivir «amancebados» o «en pecado» son ahora «parejas de hecho» y se han convertido en el modelo en auge. Hoy en día las parejas se rompen y se recombinan constantemente. Los hijos viven con uno de los progenitores y con el compañero sentimental de este, y pasan el fin de semana con el otro progenitor y con su correspondiente pareja. También hay hijos en custodia compartida que pasan la mitad del día en un hogar y la otra mitad en otro, o se reparten por semanas, o por meses. Bajo el mismo techo pueden coincidir niños y adolescentes de distintas camadas. Las vacaciones se alternan, y los chavales van y vienen de una casa a otra como si fuera lo más natural del mundo: hogares distintos, ambientes diversos y, en muchas ocasiones, reglas dispares. Y no es extraño el caso (varios conozco ya) de que mamá se eche una novia o papá un novio.
En unos pocos lustros hemos pasado de ser un país medieval a convertirnos en adalides de la modernidad. Incluso nos sorprende comprobar que en la vecina Francia, a la que siempre tuvimos por la más avanzada de las naciones, existe una fuerte contestación social a la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, cuando aquí ya tenemos esa cuestión normalizada, o eso dicen. Ha sido un cambio drástico el nuestro. Drástico y veloz. Pero solo hay que pararse y observar un poco para comprobar que no es oro todo lo que reluce. Puede que este atracón de modernidad se nos haya indigestado un poco.
La realidad es que vivimos todas esas situaciones descritas con una actitud que se parece más a la resignación que a la normalidad. Las soportamos porque no nos queda más remedio, pero a menudo nos provocan desconcierto, dolor e incluso ira. Nos desagrada tener que compartir a nuestros hijos. Pero si nuestros «ex» viven con otra persona, con un extraño, el desagrado se convierte en repugnancia, en algo intolerable. Nunca hemos sido un pueblo moderado ni racional. Pero el auténtico problema, en mi opinión, ha sido la falta de tiempo para adaptarse a todas esas situaciones nuevas. Admitámoslo, no estamos preparados para ser tan modernos. Hemos vivido una revolución en los modelos de relaciones y de familia, pero seguimos pensando con la misma mentalidad que nuestros padres. Nos dicen que tras una ruptura debemos mantener una relación fluida con el antiguo cónyuge (por el bien de los niños, etc). Sin embargo, en muchos casos los «ex» se convierten en presencias molestas y amenazantes, en fantasmas con quienes la comunicación resulta imposible, pero a los que nunca conseguimos expulsar del todo de nuestras vidas.
 Más raro es el caso que me cuenta cierta amiga, cuyos dos «ex» han acabado desarrollando un gran afecto mutuo. Se visitan con frecuencia, se invitan a las celebraciones familiares y quedan para ir de copas. Lo que hay que ver.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/2/2013

No hay comentarios: