Regresábamos
al pueblo un amigo y yo tras una caminata campestre. Era cerca del mediodía,
hora adecuada para abordar el almuerzo, por lo que, sin mucha discusión, tomamos
asiento en el primer bar que encontramos. Consultamos al camarero acerca de las
opciones culinarias. Mi amigo se decantó por medio bocadillo de jamón y yo opté
por otro medio de lomo. Para ayudar a bajarlos, el pidió un vaso de vino y yo
un botellín de cerveza. El camarero torció el gesto. «Es que con el almuerzo va
incluida la frasca», nos explicó. Decididos a respetar las costumbres locales,
acatamos la sugerencia del muchacho. Llegaron los «medios bocadillos», cuya
longitud rebasaba los treinta centímetros. Y llegó la frasca anunciada, una botella
de base cuadrangular, como las que se usaban en las tabernas de antaño. Tendría
una capacidad de un litro y venía rellena de vino hasta el gollete. «¿Me pones también
una botella de Casera?», supliqué con voz plañidera. Mi amigo, natural de
Jumilla, me lanzó una mirada cargada de desprecio. La pasé por alto y acometimos
sin más el desafío de la frasca y de los mastodónticos bocadillos. Estábamos sentados
a la sombra, en una terraza arbolada, y la mañana era fresca y apacible. Charlamos
sobre nuestras cosas durante la primera media hora. Luego los recuerdos se
vuelven borrosos y ya no me acuerdo de casi nada. Puede que entonáramos algunos
cánticos. Incluso puede que pidiéramos otra frasca y unos carajillos. No estoy
seguro. Lo siguiente que recuerdo es que el sol ya caía y estábamos
repantingados en mi patio, observando los saltamontes y las lagartijas. Por
algún motivo, se nos ocurrió que sería divertido bautizar a cada bicho. Yo les
di nombres de estrellas del rock (Bruce, Elvis, Elton…). Él prefirió ceñirse a los
autores españoles del Siglo de Oro. Mi perro nos observaba asombrado. Escribo
esta columna a la mañana siguiente. Lamento tanta trivialidad. La frasca no
perdona.
Artículo publicado en La Tribuna de Albacete el 9/8/2019
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