Cuando no estoy escribiendo estas columnas y algunas
otras cosillas (es decir, casi siempre), enseño inglés en un instituto de
Albacete. No sé si se me puede considerar un profesor vocacional, aunque lo
cierto es que jamás consideré la posibilidad de hacer otra cosa. Salí del
instituto para ir a la facultad, y cinco años más tarde salí de la facultad
para volver al instituto, donde todavía estoy. Y me sigue gustando lo que hago.
Trabajar con personas en lugar de con papeles o con máquinas encierra un factor
de emoción que hace la tarea interesante. Si estas personas son niños o adolescentes,
la emoción se multiplica debido a la inestabilidad de la materia prima. No
importa cuánto se prepare una clase, siempre habrá un margen amplio para lo inesperado
que el profesor habrá de resolver con su experiencia, con sus recursos o
encomendándose a la Divina Providencia, que es lo que yo hago cada vez que
traspongo el umbral del aula. Un trabajo interesante, vaya. Un trabajo que rechaza el tedio y la rutina. Y eso está bien.
Empecé en esto hace 25 años (o bien un cuarto de
siglo, que suena más contundente) y desde entonces he visto muchos cambios, y
no todos negativos. En mis primeros días en las aulas, los grupos con los que
trabajaba eran muy numerosos, de no menos de cuarenta alumnos. Después este
número se recortó de forma considerable, lo que demuestra que no siempre los
recortes son malos. Los cambios a peor también llegaron, como la calamitosa
reforma educativa impulsada por los gobiernos socialistas, y las no menos
calamitosas mini reformas que, a modo de parches, impulsaron los gobiernos
posteriores. Sin embargo, lo fuimos encajando todo sin excesivos traumas. Es lo
que tiene ser funcionario. La estabilidad en el trabajo permite mirar las cosas
en perspectiva, lo mejor para ganar en paciencia y aguante.
Lo que está ocurriendo últimamente, sin embargo, ya
no resulta tan fácil de encajar, por muchas habilidades de púgil fajador uno que
haya desarrollado. Me imagino que al lector en general, al que la crisis
también habrá castigado lo suyo, le hará poca mella que se le hable del aumento
de horas lectivas, de los recortes salariales, de todos esos profesores
interinos en paro, de la inestabilidad que sufrimos los que todavía trabajamos…
Muchos de mis compañeros se manifiestan cada semana provistos de pancartas y
camisetas verdes, y no parece que estas protestas cosechen otra cosa que
indiferencia entre los ciudadanos. Y me parece lógico, porque quien más quien
menos, todo el mundo anda con el agua al cuello y no tiene ganas de preocuparse
de los problemas ajenos, máxime si son los de un colectivo que siempre ha
desprendido cierto tufo a casta privilegiada, como es el caso del mío.
Lo que me sorprende es que la ciudadanía no
reaccione al saber que el instituto o el colegio donde estudian sus hijos
carece de medios para afrontar los gastos más esenciales, como la electricidad
o la calefacción. Porque yo no he dejado de pagar los impuestos con los que se
supone que se costean estas cosas, y me imagino que ustedes tampoco. También me
asombra que las delegaciones de educación (ahora llamadas «servicios
periféricos») no reciban más visitas de padres indignados porque las clases de
sus hijos sean mucho más numerosas que las del curso pasado, o porque los
chicos sigan sin profesor de esta o aquella asignatura cuando el profesor
titular lleva ya semanas de baja.
La semana pasada, sin ir más lejos, una madre me
comunicaba su angustia, pues su hijo lleva más de un mes sin profesor de
inglés, siendo esta la única asignatura que le queda para terminar su
bachillerato. Me habría gustado tranquilizarla, darle alguna garantía de que
todo se arreglará, pero no pude hacerlo. Porque la enseñanza pública ya no es
lo que era. Es más, me pregunto si seguirá existiendo la enseñanza pública
cuando los individuos que nos gobiernan regresen a sus cavernas.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/11/2012
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