La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 24 de septiembre de 2012

La otra feria




La enfermedad de un familiar cercano me ha obligado a quedarme varios días en el hospital. Pero no es de eso de lo que trata este artículo. Ni siquiera del buen hacer y la dedicación de nuestro personal sanitario, aunque no por ello quiero dejar de expresar aquí mi gratitud. De lo que deseo hablar es de las visitas que reciben los pacientes hospitalizados. ¿Quién habría imaginado que el hospital recibiera tantos visitantes como el círculo interior durante un fin de semana de Feria? (De acuerdo, tal vez exagere un poco, pero la analogía me parece válida).
La cosa empezó durante la angustiosa espera en urgencias. Aunque puede que esta sea la parte más previsible y lógica de la historia. Un servicio de urgencias siempre posee cierta atmósfera de bullicio y desorden que recuerda a la de las películas bélicas. Y todos estarán familiarizados con la expresión «allí había más gente que en la guerra», lo que ha cobrado un nuevo sentido desde que nuestros gobernantes empezaron a blandir la tijera. En fin, que allí había más gente que en la guerra. Y todos hablaban a gritos, bien entre ellos o a sus teléfonos móviles. Algunos hasta reían y bromeaban mientras media docena de niños correteaban entre la multitud. Y hasta tuve el privilegio de asistir al desgarrador soliloquio de una anciana que esperaba sentada en una silla de ruedas. La buena mujer acusaba a sus hijos de querer deshacerse de ella para quedarse «con sus perras», y de otras muchas crueldades que prefiero silenciar. Mientras tanto una de las hijas, la que la había acompañado, asentía entre triste y resignada. Hasta aquí todo normal.
Lo que considero menos aceptable es lo que encontré cuando a mi familiar lo trasladaron por fin a planta. Tengo entendido que en los hospitales anglosajones no se permite que los familiares permanezcan con los pacientes fuera del horario de visitas. En nuestro país, sin embargo, se da por sentado que los enfermos gozarán de la ayuda y la vigilancia permanente de alguna persona cercana. Nuestra idiosincrasia no lo concebiría de otra manera, y el sistema sanitario cuenta con ello para su funcionamiento cotidiano. ¿Pero en qué ayudan esas manadas de visitantes que empiezan a llenar los hospitales desde buena mañana y se quedan hasta bien entrada la noche?
Mi familiar compartía habitación con otros dos enfermos, cada uno de ellos con su correspondiente cuidador. Tenemos, por tanto, un aforo fijo de seis personas. Pues bien, hubo momentos en que llegué a contar hasta dieciocho personas en la habitación, visitantes sin duda bienintencionados, pero cuya ruidosa presencia perturbaba el descanso y la intimidad de los pacientes y, sobre todo, dificultaba el trabajo del personal sanitario. Como profesor, trato de imaginar lo que ocurriría si cualquiera pudiera entrar a mis clases como Perico por su casa. Sin embargo, los médicos, enfermeras y celadores se ven obligados a sortear auténticas multitudes para poder prestar los cuidados necesarios a los enfermos. En ocasiones, tienen que pedirles a las visitas que abandonen la habitación, pues no resulta ni decoroso ni aséptico hacer una cura o colocar una sonda mientras una caterva de visitantes observa el procedimiento. Entonces, los parientes y amigos trasladan la reunión a los pasillos, donde siempre reina un bullicio completamente incompatible con el propósito primordial de cualquier centro sanitario. En las terrazas, la gente toma el fresco y disfruta de un pitillo. Y los ubicuos niños corretean y juegan tirados en el suelo ante la mirada risueña de sus padres, que parecen ignorar que un hospital es un lugar repleto de gérmenes, y que los pequeños son mucho más vulnerables a las infecciones que los adultos.
No quiero parecer un cascarrabias pero ¿no habría manera de limitar las visitas en nuestros hospitales, como parecen aconsejar la buena práctica médica, la eficacia y el sentido común? Todos sabemos que el nuestro es un pueblo sociable y amante de la jarana, pero un centro sanitario no es un lugar de esparcimiento. Para eso está la Feria, oigan. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/9/2012

viernes, 21 de septiembre de 2012

La Feria y el tiempo



A mí la Feria, verán, ni fu ni fa. Desde que no soy capaz de permitirme los excesos de la juventud, casi prefiero evitarla. Más bien me incomoda el gigantesco caos que cada año sacude el recinto ferial y salpica al resto de la población de ruido y suciedad. Desde que el final de la Feria se solapa con el principio del curso escolar, me deprime ir al instituto por las mañanas y encontrarme con las manadas de jóvenes beodos que empiezan a recogerse a esas horas. Y, sin embargo, este año he participado en la cabalgata, en la batalla de flores y hasta en la ofrenda. Y lo he hecho vestido de manchego, para más inri. Lo de vestirme de manchego para mí era tan inconcebible como ponerme un traje de lagarterana. Pero mucha gente que me conoce puede dar fe de que el día siete hice todo el recorrido, desde el parque hasta el pincho, detrás de la carroza número 29, la de la peña de Los Manchegos. Es más, en algunos momentos incluso ensayé algunos pasos de una improvisada danza regional (no sé si una manchega o una jota, porque no comprendo muy bien la diferencia). Vaya si lo hice. La pregunta es, ¿por qué? Pero no tengo respuesta. Sencillamente lo hice.
Lo hice y disfruté (aunque acabara con los pies destrozados por culpa de las malditas alpargatas). Y en algunos momentos mi memoria se llenó de imágenes de aquellas ferias de la infancia, especialmente del día de la apertura, que para mí era incluso más anhelado que el día de Reyes, cuando se abrían de par en par los balcones de la casa de mis abuelos, que se asomaban a la calle de la Feria, frente al cine Cervantes, y nos invadía una multitud de parientes y conocidos a quienes no les veíamos el pelo durante el resto del año, aunque no por ello dejaban de acudir a la cita de la apertura con su ofrenda de la bandejita de pasteles, y allí estaba yo, con siete u ocho años, ejerciendo de anfitrión con todos aquellos adultos a los que apenas conocía, dejándome embriagar por ese aire que olía a anticipación y a fiesta, contemplando cómo la muchedumbre se adensaba en las aceras, preguntando la hora cada dos minutos, hasta que la música y los tambores empezaban a barruntarse a los lejos, tal vez a la altura de la catedral, y luego el rugido de las motocicletas de los policías municipales que abrían el desfile, y la figura alienígena de los gigantes y los cabezudos, y por fin sucumbiendo a la feliz locura de la cabalgata, al clamor y los aplausos de la gente, a la lluvia de confeti y de serpentinas, y luego la batalla de petardos y los juegos y las carreras con mis primos una vez pasada la cabalgata, cuando la calle de la Feria quedaba cerrada al tráfico y los barrenderos no habían venido aún para retirar el papel de colores, y un ejército de familias, de parejas, de grupos de amigos ponía rumbo hacia el paseo y el recinto ferial, lo que constituía casi un rito de tránsito para cualquier albaceteño, algo mucho más esencial y lleno de significado que las doce uvas del Año Nuevo.
Luego vendrían todos esos años en que la Feria ni fu ni fa. Pero este año, sin embargo, me ha dado por vestirme de manchego y participar en la cabalgata, en la batalla de flores y hasta en la ofrenda, y eso que soy agnóstico hasta las trancas. Y ha sido extraño, gozosamente extraño, como un encuentro imposible entre el niño que esperaba impaciente la llegada de la cabalgata y este hombre que cuarenta años después teclea estas líneas, ambos mirándonos a los ojos a través de la cortina del tiempo, como si esta se hubiera convertido de pronto en un tenue visillo, y todo por obra de este milagro tumultuoso y recurrente que en Albacete llamamos nuestra Feria

Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/9/2012

domingo, 9 de septiembre de 2012

Bricolaje



Una vez me compré una lámpara que era necesario montar. Las instrucciones parecían claras e iban acompañadas de dibujos muy ilustrativos. Aun así, al cabo de dos horas la lámpara seguía desarmada. Es más, ahora constaba de más piezas que al principio, y yo me tiraba de los pelos y blasfemaba en arameo. En otra ocasión traté de ensamblar una pequeña estantería para una colección de tazas que regalaban con un periódico. Lo conseguí, pero tardé tanto que más me habría valido emplear todo aquel tiempo en aprender a tocar algún instrumento. Rizando el rizo, aún no he podido olvidar aquel día en que me animé a hacerle algunos ajustes a mi caldera de agua caliente. El resultado fue un chorro a presión que impactó contra mi cara y que acabó provocando una inundación doméstica. En mi casa del pueblo hay un grifo que salta en pedazos un mínimo de tres veces al año. Yo trato de repararlo en cada ocasión. Incluso he buscado auxilio y consejo en foros internet. Luego el grifo siempre revienta, lo que me hace sentirme algo humillado. Pero no cejo por ello. Es una cuestión de amor propio. El grifo o yo.
Creo que mi ineptitud para el bricolaje y las reparaciones ha quedado más que demostrada. Por desgracia, olvidé mencionarle esa peculiaridad a mi amiga hasta que fue demasiado tarde. Ella me pidió ayuda para fijar a la pared un soporte para un televisor, y yo pensé que si me negaba iba a quedar como un torpe o como un gandul, que es aun peor. De modo que me pertreché de tacos, tornillos y un taladro y me encomendé a san Judas Tadeo. Voy a obviar la descripción de los destrozos que infligí a la pared, aunque creo que eso no fue culpa mía, sino del taladro, que se empeñó en convertirse en un arma de destrucción masiva. Lo realmente humillante fue que, al filo de la media noche, una vez fijado el soporte, comprobé que había cometido el error de fijar a la pared la pieza que debía atornillarse al televisor. No hubo más remedio que deshacerlo todo y taladrar nuevos orificios. Al final, la pared de mi amiga tenía más agujeros que la de un bosnio durante el asedio de Sarajevo, y ella me miraba con una expresión que no supe si interpretar como de reproche o sencillamente de lástima.
Como no carezco de cierta vena masoca, durante un tiempo me dediqué a ver un programa de bricolaje que hacían en televisión. Un joven barbudo ejecutaba complicados trabajos de carpintería y decoración y arreglaba todo tipo de averías. En sus manos las herramientas parecían fieles esclavos, y yo lo observaba todo fascinado, como si estuviera mirando un acto de prestidigitación. Aquello tenía algo de mágico. Quizás por eso existe una cadena de tiendas de bricolaje cuyo nombre contiene el de un famoso mago: el mago Merlín de las leyendas del rey Arturo. Al saber que en nuestra ciudad se había abierto un establecimiento de esta cadena, me apresuré en acercarme a echar un vistazo. Recorrí los interminables pasillos con una mezcla de terror y asombro, imaginando lo que el joven barbudo de la tele podría hacer con aquellos materiales y herramientas. Al mismo tiempo, mi imaginación me brindó imágenes de las catástrofes que yo podría llegar a perpetrar con todo aquello. Sufrí un episodio de vértigo y tuve que abandonar la tienda corriendo.
Llegado a cierta edad, uno tiene que ser consciente de sus limitaciones. Sé que no carezco de algunas habilidades, pero entre ellas no está el bricolaje. Con una herramienta en las manos me convierto en la perfecta personificación del caos, un auténtico Terminator del bricolaje. Mejor me quedo quietecito.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/9/2012

lunes, 3 de septiembre de 2012

El W.C. y el American Way of Life



Durante un viaje reciente a los EE UU, he tenido ocasión de comprobar que el progreso se cifra en algo más que en la abundancia o la sofisticación de las chucherías electrónicas. De hecho, una de las cosas que más me impresionaron de aquel país fue la calidad de su fontanería. Tuve pruebas de ello en el hotel donde me alojé, pero también en los servicios de bares y restaurantes, y en algún domicilio particular. No deseo pecar de escatológico, pero como botón de muestra diré que durante mi estancia allí no tuve que recurrir ni una sola vez a ese adminículo tan desagradable que conocemos como escobilla, y en el que seguramente se alojan gérmenes suficientes como para desatar una pequeña guerra biológica. Los inodoros norteamericanos quedan impolutos después de su uso, tanto por el nivel de agua como por la contundencia de la descarga de la cisterna, que desencadena una especie de torbellino capaz de tragarse cualquier cosa. Recuerden, por ejemplo, esa leyenda urbana sobre una raza de cocodrilos que habita las alcantarillas de Nueva York, descendientes de los pequeños reptiles que la gente tenía en casa como mascotas, y que eran arrojados por la taza del váter cuando sus dueños se hartaban de ellos. Se especula que este pudo ser también el camino que siguió el líder sindicalista Jimmy Hoffa, presuntamente asesinado por la Mafia en los setenta, y cuyo cuerpo nunca ha sido encontrado.
Bromas aparte, me agradó de un modo especial el buen funcionamiento de los urinarios públicos, donde no es necesario apretar botones ni palancas para proceder a la limpieza (con la de manos inmundas que podrían accionar tales palancas). Basta con separarse de la taza para que el agua corra y la taza quede lista para su siguiente uso. De hecho, la calidad de los sanitarios y de la fontanería en general es uno de los principales motivos de orgullo nacional, como la bandera de las barras y estrellas y el cuerpo de marines. Tengo entendido que hace unos años se intentó reducir por ley la cantidad de agua que podía contener la cisterna de los inodoros, lo que provocó una avalancha de protestas y desobediencia civil. Si el gobierno no puede prohibir que un ciudadano norteamericano posea armas de fuego, menos aún se atreverá a dictarle cuánta agua puede usar para limpiar su mierda. Es de cajón.
Pero no quiero polemizar ni hablar de política, sino usar el ejemplo de la calidad de la fontanería como símbolo de la vitalidad de una nación y de una sociedad. ¿No han notado que en España cada vez se ven más váteres sucios, más tuberías apestosas y gorgoteantes, más duchas de las que manan chorritos raquíticos, más desagües atascados? Nuestras duchas y nuestros sistemas de agua caliente parecen del paleolítico comparados con los que se ven en otros países. Bajo una ducha norteamericana, uno siente deseos de cantarse todas las arias de La Traviata. Nuestras duchas no invitan ni a entonar el himno del Albacete Balompié. Y tengo la sospecha de que la de fontanero sigue siendo una de las pocas profesiones con futuro y demanda. No pasa un año sin que nos veamos obligados a llamar al fontanero o al calefactor un mínimo de tres veces. Y son siempre llamadas desesperadas, casi a vida o muerte, pues la triste realidad es que cualquier fallo en la fontanería doméstica nos sume en la sordidez y la impotencia, como si de repente acabáramos de ser arrojados a la Edad Media.
Tengo un sueño, y en mi sueño veo a España convertida en un país de váteres refulgentes y cisternas poderosas, un país donde el agua manará abundante y sin trabas, y será capaz de arrastrar toda la inmundicia que corre por ahí. Mientras tanto, tal vez la opción más inteligente sea poner pies en polvorosa y buscar váteres limpios y eficientes en otras latitudes.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/9/2012