El
asco es una experiencia universal, pero cada cual padece sus fobias
particulares. A mí me produce aversión la idea de usar un lavabo público. Esto
puede parecer normal, dado que ciertos establecimientos no se esmeran con la
limpieza de sus instalaciones. Y a la vez abundan los usuarios que incurren en
prácticas bastante censurables cuando el baño en cuestión no es el de su casa.
Esta misma semana, los propietarios de una cafetería que frecuento se quejaban
de la falta de puntería de quienes usan su servicio de caballeros. Esto suele
obedecer a una especie de reacción en cadena. Si quien llega al baño se
encuentra un charquito alrededor de la taza del váter, procurará, en la medida
de lo posible, abstenerse de poner los pies sobre los orines ajenos. La
distancia creciente al objetivo facilita que ese charquito se agrande con cada
micción hasta convertirse en un señor charco. Luego está la posibilidad de
encontrar la porcelana mancillada por residuos sólidos. Aquí mi fobia se
convierte en pesadilla: en mis sueños a veces necesito un váter con urgencia, pero
todos los que encuentro están tan puercos que resultan impracticables. Ya ven,
hay gente que sueña con volar o con unicornios. Yo, en cambio, sueño con
váteres llenos de mierda. Toda esta discusión me lleva a rememorar los dos váteres
más sucios que he visitado en mi vida. El primero se remonta a mis años mozos y
estaba situado en una taberna de la calle Tejares cuyo nombre, piadosamente, he
olvidado. Imagínense que a veces recibíamos con vítores a quienes se aventuraba
en aquel antro. El otro baño infecto, miren por dónde, me lo encontré en la
sección egipcia del Museo Británico, y calculo que no había sido limpiado desde
los tiempos de Amenofis V. El hecho de haber escrito este artículo cuando
debería estar preocupado por las elecciones del domingo que da que pensar.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/5/2019
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