Con
el estreno de la octava y última temporada de “Juego de Tronos” vuelve a estar
de moda el término “spoiler”. La cuestión es que no muchos fans de la serie
pueden ver los nuevos episodios en el momento en que se estrenan (en la
madrugada del domingo al lunes), por lo que su mayor terror es que alguien les
destripe el episodio antes de poder disfrutarlo con sus propios ojos. Se han
registrado comportamientos violentos cuando un fan es sometido a semejante
ultraje. En el último episodio, por ejemplo, se luchaba una batalla decisiva de
la que se sospechaba que parte de los personajes principales no iba a salir
vivos. Pues bien, la muerte acechaba también a cualquier gracioso que le
desvelara la nómina de bajas a un fanático de la serie antes de tiempo. Desde
que se cerró el Coliseo de Roma, dudo que tanta gente haya disfrutado tanto con
un espectáculo tan sangriento como el que “Juego de Tronos” nos brinda semana
tras semana. Hemos visto a sus personajes morir decapitados, ensartados,
aplastados, despachurrados, abrasados y envenenados. En la más pura tradición
shakesperiana, hemos visto a padres obligados a comerse a sus propios hijos. Y
lo novedoso del asunto es que estos finales tan desagradables no están
reservados únicamente para los personajes secundarios, sino que pueden
sobrevenirles también a los hasta entonces protagonistas. De hecho, buena parte
del éxito de “Juego de Tronos” se basa en la catarsis colectiva de ver estirar
la pata a esos atractivos y heroicos protagonistas. De repente, una historia que
se parece a la vida: los mejores mueren, los más viles, sobreviven. Dicen que
la serie es también una buena alegoría de la vida política. Yo no estoy tan
seguro. En el ruedo público es mucho más difícil distinguir a los buenos de los
malos. En este sentido, nuestra vida política se parece mucho más a “Breaking
Bad”.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/5/2019
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