Lo
más parecido a ser un delincuente sin llegar a quebrantar la ley es ser
fumador. El lunes pasado, precisamente, una asociación contra el cáncer colocó
un stand informativo en la misma puerta del instituto donde trabajo. Y dio la
casualidad de que, antes de que los alumnos salieran en tromba, quien asomó por
la puerta fui yo, y en pleno ataque agudo de tabaquismo tras varias horas de
clase privado de nicotina. Me apresuraba a encender un pitillo con manos temblorosas
cuando de pronto me sentí traspasado por media docena de miradas de censura,
las de las señoras a cargo de la campaña. Creo que su reacción no habría sido
más expresiva si, en lugar de encender un cigarrillo, me hubiera abierto la
gabardina para hacer exhibición pública de mis genitales. A todo esto, tengo
que decirles que voy a volver a dejar de fumar muy pronto, por supuesto que sí.
Voy a hacerlo por mi salud, por mi comodidad y por mi economía. Pero no puedo
evitar que, en situaciones como la que he descrito, me aflore la vena subversiva.
Y en esto creo que coincido con muchos ciudadanos medianamente cívicos, pero
hasta las narices de tanta censura y tanto pensamiento recto. Ante la imposibilidad
de abrir la boca para expresar cualquier opinión de las que hoy se consideran
inaceptables (y la lista de temas prohibidos aumenta cada día) empiezo a
plantearme la escritura de una serie de artículos en los que dar rienda suelta
a todos los demonios que me rondan por la cabeza, que son numerosos. Naturalmente,
nadie leería jamás esos artículos, pues publicarlos por cualquier medio
supondría un suicidio social, amén de posibles consecuencias penales. Pero el
mero hecho de escribirlos ya sería un alivio, como orinar en plena calle de
madrugada cuando uno ya no aguanta más o fumarse un cigarrillo delante del
stand de una asociación contra el cáncer.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/9/2019
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