De
todos los vicios que profeso, creo que es el más inofensivo es el de morderme
las uñas. Reconozco que la actividad no mejora la estética de mis manos, rematadas
por diez apéndices romos que tienen algo de muñones. Reconozco también que mi
onicofagia me ha causado alguna incomodidad menor. Y me refiero a incomodidades
de tipo sanitario, porque cuando las uñas se acaban no tengo más remedio que
completar mi dieta mordisqueando padrastros y pellejos, lo que convierte la
punta de mis dedos en una zona bélica donde las bacterias dan rienda suelta a
su furia microscópica. No niego que el asunto tiene algo de vergonzante y que procuro
reservarlo para la intimidad doméstica. Pero las dentelladas no dejan de ser un
acto reflejo, como respirar o rascarme la entrepierna, y no siempre consigo
detenerme a tiempo. Una vez andaba yo por la calle devorando la punta de mi
dedo índice cuando unas chicas me increparon desde un autobús: «¿Están buenas?»
Y ni siquiera tuve tiempo de responderles a aquellas frescas como se merecían,
porque entonces el autobús arrancó y ellas me gritaron: «¡Que aproveche!» A
pesar de todo, sigo pensando que esta modalidad de antropofagia autoinfligida
es un hábito aceptable, amén de económico e inocuo para el prójimo, y que si se
administra con mesura puede procurar horas y horas de solaz y de sosiego. La
bendita Wikipedia cataloga el hábito entre los trastornos compulsivos y
advierte que puede provocar daños estructurales permanentes. También recomienda
que los pacientes más recalcitrantes acudan un profesional en busca de ayuda. No
sé si el profesional más adecuado sería un psicólogo o un especialista en
trastornos alimenticios. Lo que recuerdo muy bien es que es mis tías trataron
de curarme el vicio untándome las uñas con un líquido amargo, y que lo único
que consiguieron fue predisponerme al consumo de bebidas amargas, en especial
de la cerveza. Pero de eso hablaremos otro día.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/10/2019
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