Siempre
me he declarado enemigo de los tópicos, esas opiniones prefabricadas que solo
sirven para abrir la bocaza cuando lo más sensato sería callarse. Hay uno, en
concreto, que me irrita de forma especial, el que se refiere a la edad como un
obstáculo insalvable para aprender cosas nuevas. Dejando aparte el atletismo y
el Kamasutra, opino que la experiencia es una gran aliada, pues convierte nuestro
cerebro en una útil caja de herramientas de la que siempre podemos echar mano a
la hora de afrontar nuevos retos. Eso era lo que pensaba hasta hace poco,
cuando descubrí que, en efecto, soy demasiado viejo para ciertas cosas, como por
ejemplo para usar un teléfono inteligente. La primera en la frente me la llevé
cuando intenté hacer una «lista de distribución» de whatsapp y lo que hice fue
crear uno de esos odiados grupos, del además me borré inmediatamente, un acto
de cobardía que muchos amigos todavía me afean (si bien es cierto que algunos,
los mejor intencionados, se quedaron algunos días, supongo que esperando mi
regreso para brindarles alguna explicación). No contento con aquella hazaña,
hoy mismo he reincidido en mi nulidad para las nuevas tecnologías con una trastada
todavía peor. La cuestión es que mi madre se ha mudado a otra ciudad y olvidó
en su casa los teléfonos de los parientes y las amistades, por lo que tuve que
pasar por el domicilio paterno para fotografiar las cuartillas en las que mi
padre, hombre de la vieja escuela, apuntaba sus contactos. No sé cómo me las he
arreglado, pero hoy he publicado todos esos números en Facebook, con gran
desconcierto general y cierto cachondeo sobre el pañito de ganchillo que se
veía de fondo. Pero lo más sorprende es que incluso he recibido «likes», lo que
me confirma que en las redes sociales abunda más la buena voluntad que el buen
criterio.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/9/2019
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