El
miércoles pasado supimos de la peripecia de un joven español que regresaba de
Tailandia vía Múnich y se hizo un lío tremendo en el aeropuerto de la capital bávara.
El sistema automático de seguridad había interpretado que un individuo que
provenía de fuera de la zona Schengen, quizás un narco o un terrorista, estaba
intentado colarse en el sacrosanto espacio de la Unión Europea. El berenjenal
que el despistado español organizó sin querer tuvo sus consecuencias: se
cancelaron nada menos que 200 vuelos y 1.800 pasajeros se quedaron en tierra.
En otras circunstancias, habría sentido vergüenza ajena de saber que un
compatriota había causado semejante caos. Sin embargo, tratándose de vuelos y de
aeropuertos, solamente puedo sentir simpatía. La activista sueca Greta Thunberg
ha preferido emplear dos semanas en cruzar el Atlántico en velero con tal de no
contribuir a incrementar la huella de carbono. Yo estaría dispuesto a pasar por
el mismo trance si de ese modo evitara pisar un aeropuerto, lo que para mí supone
una experiencia de extrema angustia, junto con pasar la ITV y presentar la
declaración de la renta. De hecho, una vez me ocurrió algo parecido a lo del chaval
de Múnich. Andaba yo dando vueltas por el aeropuerto de Gatwick, con tiempo de
sobra para tomar mi vuelo y muy ufano porque había pasado sin incidentes por el
control de seguridad. No sé cómo lo hice, pero de pronto me vi ante el mismo
control seguridad que ya había dejado atrás. Al guardia le debió de parecer
asombroso mi regreso al punto de partida y me preguntó que cómo me las había
ingeniado. Me encogí de hombros y puse una cara de tonto lo bastante
convincente como para que me dejaran pasar otra vez. Seguramente pensaron que a
los tipos como yo era mejor tenerlos fuera del Reino Unido.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/8/2019
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