A la gente joven no le gusta hablar por
teléfono. Es más, si al adolescente medio se le eliminara la posibilidad de
recibir llamadas en su móvil, lejos de sentirse contrariado, le supondría un
gran alivio. Esto parece una contradicción si pensamos en esa necesidad de
estar permanentemente conectado que ha generado el uso masivo de los
dispositivos móviles, en especial entre los jóvenes, pero los hechos demuestran
de forma contundente que los chicos y chicas solo recurren a las llamadas de
voz en caso de extrema necesidad, y que el hecho de recibirlas les provoca
fastidio y enojo. Mientras que los pitidos y chasquidos del whatsapp y del
instagram se han convertido en su pulso vital, el timbre de llamada del
teléfono les causa incomodidad y desconcierto, hasta el punto de que con
frecuencia prefieren ignorarlo. La cosa tiene su lógica si pensamos en el
teléfono móvil como en un arma de doble filo, pues los padres pretenden usarlo
(subrayo “pretenden”) como un elemento de control. Más difícil resulta explicar
por qué tampoco les gusta atender las raras llamadas de los amigos. Un educador
seguramente lo explicaría aludiendo a la dificultad creciente de las nuevas
generaciones para la comunicación verbal, y es cierto que basta con escuchar las
conversaciones de un grupo de adolescentes para darse cuenta de que en ellas
abundan más las vaguedades y las fórmulas (“en plan”, “o sea”, “como que”) que
la auténtica información. Con todo, creo que existe un motivo más sutil: la
comunicación verbal (más aún la telefónica) requiere inmediatez, capacidad de
improvisación, y la muchachada prefiere construir sus personajes con el tiempo
y la reflexión que les brindan los grupos de whatsapp y las redes sociales,
donde las respuestas pueden demorarse minutos o incluso horas. El teléfono, en suma,
se está convirtiendo en un elemento del pasado, como el correo postal, la
televisión no inteligente y el potaje de garbanzos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/9/2019
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