No
creo mucho en los tópicos de género, pero la experiencia y la observación me
han llevado a algunas conclusiones que considero significativas. Cuando visito
una ciudad extraña con mi mujer y yo insisto en guiarme por el gps del móvil, a
ella se la llevan los demonios. Ni siquiera me concede la tregua de esos pocos
segundos que tarda el satélite en localizarme. Después, cuando comienzo a
deambular sin rumbo fijo, cincuenta metros en una dirección, cincuenta metros
en la contraria, el conflicto estalla de forma inevitable. Mi mujer se empeña
en preguntarle a algún viandante, lo que a mí se me antoja provinciano y
obsoleto desde que contamos con las nuevas tecnologías de posicionamiento
global. Pero ella, erre que erre, siempre acaba asaltando a cualquier ciudadano
con tal de que no tenga ojos oblicuos y una cámara Nikon colgada del cuello. Mi
fidelidad a la tecnología llega al extremo de que la echo de menos para las
cuestiones más sencillas, aquellas que el ciudadano medio resuelve con la mayor
facilidad. Hacer la compra en el supermercado, por ejemplo, me resulta un
auténtico calvario al no poder orientarme por esos pasillos infernales con la
ayuda de mi dispositivo móvil. Supongo
que sería mucho pedir que una hilera de luces led te mostrara el camino hacia
las galletas “digestive” y los yogures bio-cremosos. Pero sería útil disponer
de una aplicación que indicara el paradero de cada producto con un simple
toquecito en tu pantalla táctil. De otro modo, seguiré siendo el pasmarote que
se pasa media tarde deambulando entre las estanterías. Porque lo que no pienso
hacer es preguntarle a una empleada, y menos desde que las obligan a llevar a
los clientes despistados de la mano. Menuda vergüenza.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/6/2019
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