La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 26 de mayo de 2017

Bartleby en las aulas


«Preferiría no hacerlo». Así contesta Bartlebly, el escribiente de un prestigioso abogado de Wall Street, cada vez que su jefe le encarga una tarea. «Preferiría no hacerlo» se ha convertido en una cita emblemática en la historia de la literatura. Herman Melville publicó este relato en 1853, y su influencia no ha hecho más que agigantarse con el tiempo. Se dice que Bartlebly es el precedente directo de esos personajes de corte existencialista que abundan en la literatura del siglo XX: Kafka, Camus, Sartre… Bartleby pasa todo el día de brazos cruzados contemplando una pared de ladrillo a través de la ventana. Es el escribiente que no escribe, el hombre que ha optado por la inacción. Su presencia en la oficina es constante, pero no supone ninguna diferencia. No ayuda, no estorba. Sencillamente está ahí, y a la vez no está. No puedo evitar acordarme de este personaje cada vez que entro en un aula de secundaria (e incluso de bachillerato). El censo de los Bartlebys que pueblan nuestras aulas arrojaría cifras sorprendentes. Acabo de salir de una clase de cuarto de la ESO. Son apenas veinte alumnos. Se podría trabajar tantas cosas con ellos. Se les podría enseñar tanto. Sin embargo, al menos cinco de ellos son Bartlebys consumados. Prefieren no obrar. Han optado por no hacer nada. Tienen una ventaja sobre el escribiente de Melville, sin embargo. Ellos disponen de un hogar con todas las comodidades al que regresarán cuando termine el horario lectivo, y allí seguirán perseverando en la incuria y la apatía. Además, en el caso de mi instituto, ni siquiera tienen que mirar una aburrida pared de ladrillo, pues a través de las ventanas de las aulas pueden contemplar las verdes copas de los árboles del parque. El sistema permite que los Bartlebys prosperen en nuestras aulas. Algunos incluso aprobarán y pasarán de curso. ¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad! 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/5/2017

martes, 23 de mayo de 2017

El gallo de Manel


Pido disculpas por insistir en un asunto que a estas alturas ya resulta manido, pero quiero dejar constancia pública de que yo no culpo a Manel Navarro por el gallo que soltó el sábado pasado. No soy de esos que dicen que el festival de Eurovisión es un evento trivial y hortera que solo interesa a catetos, frikis y gente de poca cultura en general. A mí Eurovisión me ha gustado desde que me alcanza la memoria. Recuerdo que de niño lo esperaba como agua de mayo. Me acuerdo perfectamente de la actuación de ABBA en el 74. Me acuerdo de Karina y de Mocedades. Y con un pequeño esfuerzo extra incluso me acuerdo de Cliff Richard cantando Congratulations. Puede que en mis años juveniles mi interés decayera un poco, pues había que guardar las apariencias y tal. Pero a estas alturas las apariencias ya me dan lo mismo, y vuelvo a disfrutar del entrañable concurso, más robusto que nunca gracias a todos esos países incorporados tras la caída del muro de Berlín, amén de Australia. Con todo y con eso, no le guardo ningún rencor a Manel Navarro por su gallo. Incluso me inspira ternura. Hace por los menos tres lustros yo solté un gallo en un karaoke y todavía me muero de vergüenza al acordarme. Pobre muchacho. Aunque hay una cosa que sí le reprocho. Llevo una semana que no me puedo quitar de la cabeza el pegajoso estribillo ese de «do it for your lover», y al final creo que me voy a volver loco. Tal vez tenga que recurrir a la psiquiatría. O a lo mejor no me queda más remedio que oírme cincuenta veces la canción de Rodolfo Chikilicuatre a ver si así consigo cambiar el dichoso «do it for your lover» por el breikindance, el crusaito y el maikelyakson de toda la vida. ¡Perrea, perrea!

Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/5/2016

sábado, 13 de mayo de 2017

Así en la vida como en el cine


Miguel, mi hijo de tres años, se niega a dormir la siesta sin antes ver durante un rato Toy Story, su película favorita. Hace unos días, me disponía yo a poner en marcha el vídeo cuando me dijo lo siguiente: «Papá, ponlo para que Buzz no se rompa.» Tuve que hacérselo repetir media docena de veces antes de comprender las palabras, aunque el significado oculto tras ellas seguía desafiando mis entendederas (¿no creen que los niños deben tenernos por cenutrios sin solución?). En fin, tras dedicar un buen rato a rascarme la cabeza perplejo, me encogí de hombros y puse en marcha el vídeo sin más. Pero ¡ah fatalidad! ocurrió que en, determinado momento, Buzz Lightyear se cayó por el hueco de las escaleras y se rompió, precisamente lo que Miguel me había rogado que no ocurriera. El llanto desconsolado del niño me hizo comprender que allí había algo más que una simple rabieta. Al principio me dije que mi hijo acababa de sufrir su primera crisis de fe, la que sobreviene cuando descubrimos que papá no es más que un simple mortal incapaz, por tanto, de subvertir el orden natural del universo. Después caí en la cuenta de que los orígenes de su llanto eran de otra índole: mi hijo no concebía una película del mismo modo que los adultos lo hacemos, como una narración en la que los acontecimientos se suceden siempre del mismo modo. Para él, tenía que resultar posible modificar la trama a voluntad, optar por una línea argumental en la que los personajes hicieran cosas distintas a las que nos tienen acostumbrados.
Las sugestivas implicaciones de aquella idea me dejaron pensativo. ¿Se imaginan qué apasionantes horizontes se abrirían para el cine si el espectador pudiera alterar la trama de la película a capricho? Yo siempre he detestado, por ejemplo, que el personaje de Ingrid Bergman deje a Rick en el desenlace de Casablanca. ¿No sería preferible hacer que Ilsa, siquiera de vez en cuando, se quedara con Bogart en lugar de marcharse con el cretino de su marido, tan idealista y perfecto él? Por otro lado, no es que tenga nada en contra del desenlace de Psicosis, pero ¿no resulta monótono saber desde el principio lo de la esquizofrenia homicida de Norman Bates? Aunque sigo disfrutando de la película cada vez que la veo, me fastidia la ausencia de incertidumbre, la resignada certeza de que Anthony Perkins acabará por hacer el numerito del cuchillo vestido con la bata de su madre, y así una y otra vez. Si las películas fueran como mi hijo cree, cada vez que la viéramos el final sería nuevo y sorprendente.
Pero hay algo que me inquieta en todo esto. Tal vez Miguel —quién sabe si todos los niños pequeños— piense que también en la vida cualquier alternativa es posible con sólo desearla. Quizá el mundo para ellos sea como un descomunal videojuego en el que existe la opción de «salvar la partida». De ese modo, siempre cabría la posibilidad de regresar al momento anterior a aquel en que las cosas comenzaron a torcerse y procurar hacerlo todo bien esta vez. Si llego a saberlo... repetimos a menudo. ¿No es cierto que bajo esta tan trillada frase se esconde la angustia de sabernos juguetes del azar? Sin embargo, puede que para los niños pequeños si llego a saberlo sea mucho más que una forma de expresar contrariedad. Sospecho que en su concepción del mundo, aún no contaminada por el dolor, basta con cerrar los ojos y volver a abrirlos para que errores y desgracias nunca hayan ocurrido. Para ellos, vivir debe de resultar tan sencillo como rebobinar una cinta de vídeo y volver a usarla. Los adultos, en cambio, sabemos que en la vida sólo es posible navegar aguas abajo. Nos queda, eso sí, el refugio de los sueños. Lástima que, como sabe muy bien el protagonista de la última película de Alejandro Amenábar, éstos tengan esa maldita tendencia a convertirse en pesadillas. Me cuesta imaginar un momento más atroz que aquel en que un niño «despierta» a la certeza de que el mundo es en realidad un lugar despiadado. Imagino que es entonces cuando nuestra memoria se vacía y arrancan los recuerdos que conservaremos en el futuro. ¿Acaso podríamos seguir viviendo si no fuera así?
También llegará para Miguel el momento de despertar, pero les aseguro que no seré yo quien lo saque de su error, quien le explique que en el mundo real, este feo mundo que hemos inventado con nuestras feas mentes de adulto, los errores casi siempre se pagan, que la vida rara vez nos concede una segunda oportunidad.

La Verdad de Albacete,  12 de febrero de 1998

viernes, 12 de mayo de 2017

Atuendos


Conforme la primavera avanza, la juventud va aligerando su atuendo, lo que, en general, está muy bien. Nada que objetar. El problema es cuando el mismo fenómeno (prendas cada vez más escasas y más exiguas) se traslada a las aulas. El calor aprieta y uno ya no sabe si se halla en un centro de enseñanza o en el paseo de Benidorm durante el mes de agosto. Algunos compañeros entienden que ciertos modos de vestirse (o de no vestirse) no son adecuados para acudir a un centro educativo. Los alumnos razonan que no hay nada estipulado al respecto, y que por lo tanto no se les puede reprehender, y mucho menos sancionar, por incumplir una regla que no está escrita en ningún sitio. Ayer intenté que un grupo de chicos y chicas de 15-16 años reflexionaran sobre el problema. «Las personas nos comunicamos de muchos modos —les dije tratando de sonar lo menos casposo posible—. El vestuario que elegimos para mostrarnos en público no deja de ser un mensaje que les transmitimos a los demás. A veces incluso una declaración de principios. Vosotros no les habláis igual a vuestros amigos que a un profesor. Del mismo modo, no podéis vestiros igual para venir al instituto que para salir de fiesta el fin de semana. Y luego debéis recordar que venís aquí para educaros, y que la educación es el puente hacia la vida adulta. ¿Pensáis que cuando estéis trabajando en una oficina, en un hospital, en un juzgado o en unos grandes almacenes podréis vestiros como os dé la gana?» Reflexionaron gravemente durante unos segundos, hasta que una espigada muchachota de la segunda fila levantó la mano. «Profe, yo he pensado que voy a venir a clase en bañador». Me quedé mirándola. «Muy bien, hija mía —le dije al fin—. No seré yo quien te lo impida».

Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/5/2017

viernes, 5 de mayo de 2017

El ataúd


Hace unos días, en la ciudad de Villena apareció un ataúd en plena calle. Los vecinos de la parte alta se lo encontraron junto a unos contenedores de residuos. Así tal cual, un ataúd un poco ajado pero perfectamente utilizable, con su tapa y su cruz. He rastreado varias versiones de la noticia, que enseguida hizo furor en los mentideros de internet. En unos sitios dice que fueron los operarios de una carpintería cercana quienes lo dejaron allí para que los servicios de reciclaje lo retiraran. Más veraz parece la versión según la cual se trató de una simple broma. Lo que en ningún sitio se aclara es por qué alguien había tenido guardado semejante trasto. Si el origen del féretro hubiera sido el castillo de la localidad, esa preciosa fortaleza que todos hemos visto desde la autovía, el asunto habría dado para una apasionante historia de vampiros. Más interesante incluso me parece la posibilidad de que el macabro objeto procediera de un domicilio particular, la vivienda de un alicantino especialmente precavido que en su día se hizo con la caja a precio de saldo, y desde entonces la había tenido guardada en la certeza de que podría darle utilidad antes o después. Debía de tratarse, además, de una persona proclive al ahorro que decidió librarse de pagar el entierro por el procedimiento de que lo dejaran junto al contenedor de vidrio. Pero todo esto no son más que conjeturas, pues no me ha quedado claro si el ataúd estaba vacío o si escondía un fiambre en su interior. También tengo curiosidad por saber cuánto tiempo transcurrió entre el hallazgo y el momento en que algún vecino se aventuró a levantar la tapa, y quién fue el valiente que se encargó de hacerlo. Igual se lo jugaron a los chinos.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/5/2017