Hay
dos momentos del año que me angustian de un modo especial. El primero coincide
con las cercanías de las fiestas navideñas y con esa urgencia absurda por
organizar un plan para la Nochevieja. De hecho, abogo porque la palabra “cotillón”
sea eliminada del diccionario, puesto que designa una de las mayores
abominaciones concebidas por la mente humana. Si al maldito cotillón le sumamos
la “escapadita” (otro concepto que debería erradicarse), la pesadilla está servida.
Sin menoscabo de la Semana Santa, que también se las trae, el otro momento del
año que me provoca temblores es el que ahora vivimos, es decir, las
inmediaciones del verano, cuando lo de la “escapadita” alcanza proporciones tragicómicas
y medio mundo (el que puede permitírselo) decide que necesita embarcarse en un
viaje a un destino lejano. La misma palabra “viaje”, que en un tiempo reunió
connotaciones de aventura y conocimiento, se ha devaluado hasta tocar fondo por
culpa de los paquetes vacacionales, el turismo masivo y los vuelos “low-cost”.
En un artículo reciente titulado “Tachar y tachar”, Javier Marías refunfuña
sobre esa forma de viajar que no tiene nada que ver con adquirir experiencias y
conocimiento, sino que se reduce a desplazarse sin más propósito que hacerse
miles de selfis con los que martirizar a amigos y familia. El único objetivo de
estos extenuantes periplos es no quedarse atrás, no vayan a pensar los demás que
eres un desgraciado que no sale nunca de su casa. En inglés existe el término “tourist
trap” para referirse a esos lugares masificados que actúan como trampa para los
turistas, sitios que hay que visitar por obligación y que, sin embargo, suelen
dejarnos indiferentes o incluso cabreados. Mi viaje ideal, en cambio, es aquel
que no requiere maletas, ni aeropuertos, aquel que ninguna agencia te oferta. El
viaje hacia ese país de utopía donde la gente te deja en paz.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/6/2019
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