Tengo que pasar la ITV. Trato de no
pensar en ello, pero la idea se revuelve en mi inconsciente como un bicho con colmillos
y garras que de vez en cuando asoma su feo hocico. En mi mejor estilo de procrastinador,
dejo que los días de agosto transcurran lentos y perezosos, pero el tiempo es
obstinado y el plazo se aproxima. Se aproxima tanto que ya está aquí. Para mí,
la ITV viene a ser como los exámenes de septiembre para los malos estudiantes.
Es cierto que de momento he pasado la prueba sin problemas, pero la idea de
tener que presentarme me angustia en extremo. He reflexionado sobre el motivo y
solo encuentro una respuesta: mis deficientes niveles de testosterona. En otras
palabras, mi falta de masculinidad. El mundo del motor es un mundo de machotes:
aguerridos taxistas, viriles camioneros, mecánicos sudorosos con el taller forrado
de chicas en pelotas. Al lado de estos machos alfa, no soy más que un mindundi
sin agallas. Cuando piso un taller mecánico y me veo rodeado de monos azules,
mi voz se aflauta y mis testículos se encogen. Sus voces roncas restallan en
mis oídos como latigazos y siento el impulso incontenible de salir corriendo. Cada
vez que afronto el viacrucis de la ITV y los técnicos me ladran sus consignas,
descubro de repente que no soy capaz de distinguir el embrague del freno, que
ignoro cómo se activan las luces largas y los limpiaparabrisas. Incluso me
aturullo cuando me piden que toque el claxon. Necesito con urgencia un tipo
bragado que me pase la ITV. Yo no soy lo bastante hombre. Creo que ni siquiera
debería tener coche.
Artículo publicado en La Tribuna de Albacete el 16/8/2019
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