Pronto
se cumplirán treinta años desde que supimos de la desventura del gallego que
encontró la muerte mientras practicaba sexo con una gallina. Aquella fue una de
las primeras noticias a las que puede colgárseles el marchamo de «virales», y
eso que ocurrió más de una década antes de la irrupción de Internet. De hecho,
reunía todos los componentes para convertirse en pasto de comentarios y bromas
de la noche a la mañana. Un señor que desfoga sus ardores sexuales con una gallina,
una roca que se desprende, una fotografía que muestra al individuo aplastado
bajo el pedrusco con el ave, también fallecida, todavía adosada a sus partes. El
incidente resultaba ridículo y trágico a partes iguales, amén de lo morboso,
como testimonia la imagen que lo hizo popular. En suma, una noticia viral en
toda regla que data de principios de los 90. Sin embargo, el tiempo
transcurrido nos permite contemplar los hechos desde otra perspectiva: la de la
compasión. No me cabe duda de que las organizaciones animalistas se limitarían
a compadecerse de la gallina, tildando al gallego de violador de animales
inocentes que se había llevado su merecido. Yo no puedo evitar sentir lástima
por el gallego, y no solo por haber fallecido tan joven (no había cumplido los 40),
sino por el hecho de que la muerte lo sorprendiera en semejante trance y que
ahora, casi 30 años después, nos sigamos acordando. En este país, tan dado a la
mala leche y a los chascarrillos, lo peor que le puede pasar a uno no ya es
morir, sino hacerlo de una manera ridícula, como le ocurrió al desdichado
gallego. Puede que el protagonista de esta historia fuera un esposo y padre
ejemplar, un pilar de su comunidad, pero eso a nadie le importa, y todo porque
un día, en un momento de debilidad, al pobre hombre se le ocurrió cepillarse a
una gallina.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/11/2019
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