Con el nuevo curso académico a la vuelta de la
esquina, quienes nos dedicamos a enseñar tomamos aliento y procuramos poner las
cosas en perspectiva. A veces es necesario distanciarse de la realidad para no
sucumbir aplastados por ella. No en vano los dos cursos anteriores (sobre todo
sus comienzos) han sido de lo más catastrófico que se recuerda desde Chernobyl.
El 2011-2012 fue el del tijeretazo (más bien el de la puñalada). Ya estábamos
en septiembre, a pocos días de comenzar. Los equipos directivos tenían ultimados
los horarios y demás cuestiones organizativas. De repente, desde la consejería anunciaron
que los profesores debían sumar dos horas a sus horarios lectivos. El curso
arrancó en medio del caos más absoluto. Los alumnos veían desfilar por las
aulas a profesores que no sabían si les darían clase o no, profesores que se
quedaban mirándolos con la expresión atónita de quien no entiende lo que está
ocurriendo. Mientras tanto, los equipos directivos trabajaban a la desesperada
para rehacer los horarios. Muchos profesores interinos perdieron sus trabajos,
y otros que eran funcionarios desde mucho tiempo atrás comprendieron que sus
destinos definitivos estaban en peligro. Hubo manifestaciones, asambleas y
camisetas verdes, y la sensación creciente de que aquello era una pesadilla de
la que necesariamente tendríamos que despertar.
Pero la pesadilla se prolongó el curso siguiente, el
2012-2013, con nuevos despidos, otra hora lectiva que sumar a las ya impuestas
y el aumento de alumnos por grupo (la denominada «ratio»). La mayoría de la
gente no comprendió por qué, con los tiempos que corren, los profesores
protestaban tanto por tres miserables horas más. Ya querrían muchos disfrutar
de nuestros privilegios, de nuestro cómodo horario, de nuestras vacaciones. La
administración sabe que no existe mordaza más eficaz que una opinión pública
manipulada, y la mayoría de las familias no simpatiza demasiado con las cuitas
de los profes de los niños. Por eso resultaba ocioso explicar que tres horas
más en el horario de un profesor supone todo un grupo más al que dar clase, más
de treinta alumnos adicionales a los que enseñar, atender y evaluar. Si a ello
le sumamos el aumento de las ratios, comprobamos que el número de alumnos por
profesor se ha incrementado en un 20% en los dos últimos cursos, con la
consiguiente merma de la atención que los alumnos y sus familias pueden
recibir.
Hace unos días, oí a Marcial Marín (consejero de
educación y de otras cosas de las que tampoco entiende mucho) declarar que los
dos cursos anteriores se habían centrado en la sostenibilidad, y que el próximo
será el de la calidad. Como hemos visto, la «sostenibilidad» se fundamenta en
profesores sobrecargados de trabajo, empleos precarios y despidos. Y a todo ello
hay que sumar que los centros han sufrido un brutal recorte de sus presupuestos
(en el caso del IES Bachiller Sabuco, por citar un ejemplo cercano, de más del
50% en tres años). Afrontar el pago de los recibos de suministros (calefacción,
luz) se ha convertido en una empresa imposible. El mantenimiento de los
colegios se ha reducido a lo más urgente, y en el caso de edificios antiguos,
en los que el coste de mantenimiento se dispara, ni siquiera a eso. Antes las
empresas de suministros y servicios se nos disputaban por buenos pagadores,
ahora nos hemos convertido en morosos profesionales. En cuanto a la calidad,
hemos tenido ya las primeras muestras de ella este verano, con un programa
llamado «Abriendo Caminos» con el que la Consejería de Educación ha tratado de
maquillar sus desmanes. Alumnos de cuarto de ESO con un máximo de tres
suspensos han recibido clases de apoyo en Lengua y Matemáticas durante el mes
de julio, clases que se reanudarán en septiembre. ¿Y qué hay de los alumnos con
cuatro, cinco y seis suspensos? Naturalmente, a ellos se les ha cerrado el
camino, porque son los chicos y chicas que seguramente tendrán que repetir
curso, poniendo en entredicho la eficacia del programa. Por otro lado, la «calidad»
se seguirá basando en esa supuesta «enseñanza bilingüe» que naufraga por falta
de medios y de profesores con conocimientos en lenguas extranjeras, pero que se
sigue vendiendo como el súmum de la excelencia. Algunos pensamos que la calidad
debería cifrarse en grupos menos numerosos que permitieran abordar las
dificultades de cada alumno con más eficacia. Pero la administración nunca anda
escasa de oportunistas y mercenarios que le hagan el trabajo sucio, y la
propaganda seguirá en marcha mientras la nave de la educación pública se va a
pique.
En fin, el curso de la calidad está a la vuelta de
la esquina. Tomemos aliento, miremos las cosas en perspectiva y preparémonos
para lo peor.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 30/8/2013