Esta
tarde firmo mis libros en uno de los stands del Altozano, una experiencia que
puede ser muy grata o no serlo en absoluto. De las dos ocasiones que he firmado
en la Feria del Libro de Madrid, por ejemplo, no conservo buenos recuerdos.
Resulta desconcertante observar cómo una marea humana desfila ante tu caseta
sin que nadie se detenga, ni siquiera te mire (o lo haga con lástima, que es
peor), mientras tres casetas más allá, donde firma uno de los cocineros de
MasterChef, se ha formado una cola kilométrica. Una vez me invitaron a la Feria
de Valencia para firmar junto a Laura Gallego, lo que podría haber sido la
experiencia más humillante de mi vida como escritor. Por fortuna, los
organizadores de la Feria me ahorraron el mal trago olvidando abastecerse de
libros míos. Otras veces, en cambio, sí que he firmado ejemplares, aunque
reconozco que no se me da del todo bien. Procuro no limitarme a estampar mi
firma, porque si alguien ha tenido la amabilidad de comprar uno de mis libros, qué
menos que agradecérselo con una dedicatoria inspirada e inspirada. El problema
es que casi nunca se me ocurre nada original. O puede que sí se me ocurra algo
pero pierda el hilo mientras lo escribo, sobre todo cuando el amable lector me
habla mientras estoy metido en faena. Otra situación frecuente a la par que
incómoda es cuando la dedicatoria te la pide alguien a quien conoces, pero cuyo
nombre no recuerdas en ese momento. El conocido te entrega el ejemplar y se
planta muy sonriente ante ti. Tú le devuelves la sonrisa y la mano del
bolígrafo empieza a temblarte. Al final, lo resuelves de la peor manera
posible: “¿Y tú cómo te llamabas?” Cualquiera de estas cosas podría ocurrirme
esta tarde. Les ruego su indulgencia. Para las firmas soy terrible, pero
escribir no se me da tan mal.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/4/2019
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