El
ayuntamiento de Torrevieja tuvo que retirar de las calles más de 9.000
colchones entre los meses de julio y agosto. La noticia encierra su punto de
misterio, porque los responsables de medio ambiente no han sido capaces de
explicar este repentino desapego de los torrevejenses por sus viejos colchones,
ni siquiera apelando al aumento de población en época estival. Hace un par de
años supimos que en la localidad también alicantina de Villena habían
abandonado un ataúd vacío junto a un contenedor. Aquello pudo ser una broma
macabra, pero lo de los colchones de Torrevieja da que pensar. Por regla
general, los españoles usamos un solo ataúd a lo largo de nuestra vida (y perdone
el lector la inexactitud de la frase). Incluso el dictador Franco, en su
reciente viaje aéreo, ha tenido que conformarse con el mismo féretro en el que
fuera inhumado en 1975. Los colchones, en cambio, sufren mucho más desgaste y
hay que sustituirlos de forma periódica. De niño, en casa de mis abuelos, yo
dormía en colchones de lana. Luego vendrían los de muelles (A mí, plin, yo duermo
en Pikolín). Por último, en fechas más recientes, los viscoelásticos. He dormido
en colchones de todo tipo, pero nunca he sido tan incívico como para abandonar
un colchón en medio de la calle. Dudo que Torrevieja haya sido azotada por una
plaga de chinches, por lo que habrá que echar mano de la imaginación para
buscar las causas. Quizás hayan sufrido una epidemia de pesadillas o una pesadilla
colectiva, y los pobres colchones hayan pagado el pato. O mejor aún, tal vez se
hayan intercambiado los sueños, como les ocurría a los habitantes de Macondo en
la novela de García Márquez. Soñar los sueños de otro puede ser fascinante,
pero la idea de que el vecino esté soñando los tuyos debe de dar una vergüenza
horrible. Aun así, los colchones no tenían la culpa.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/11/2019
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