Estos
días es frecuente toparse por los pasillos de los institutos a alumnos llorosos
y compungidos. Resulta paradójico si pensamos en que las vacaciones navideñas
están a la vuelta de la esquina, pero las fechas coinciden también con las de
la primera evaluación, el momento de rendir cuentas al final del trimestre.
Estas desdichas juveniles le preocupan mucho a la administración, que no concibe
que un adolescente concluya su jornada escolar con lágrimas. Aunque la
interpretación podría ser distinta. Tal vez lo que no les guste a quienes
legislan sea que los alumnos suspendan. Las tendencias pedagógicas modernas
equiparan suspenso a frustración y fracaso, y el fracaso de un número considerable
de alumnos equivale al fracaso de las políticas educativas en vigor, lo que
para un político representa el riesgo de perder sus prerrogativas y su despacho.
Llevamos ya casi tres décadas de LOGSE, ley precursora del Disney Channel y de
Hanna Montana. No en vano la idea subyacente era reducir al mínimo el fracaso
escolar eliminando del sistema educativo ideas como el esfuerzo y el mérito, y
sustituirlas por un magma de conceptos vagos (y con frecuencia inútiles) cuyo
propósito final no era otro que convertir el suspenso en un problema, no para
el alumno o su familia, sino para el profesor, cuya figura ha sufrido un
proceso progresivo de estigmatización. Las sucesivas reformas de la LOGSE han
tenido más que ver con la cosmética que con la voluntad de resolver el problema,
hasta que los docentes hemos llegado a comprender que suspender a nuestros
alumnos es una forma segura de complicarnos la vida. Aun así, la resistencia es
espartana, y la mayoría de los profesores siguen haciendo su trabajo basándose
en el sentido común y la utilidad de sus enseñanzas para la vida adulta. Y ello
a pesar de tener que lidiar con informes interminables, llamadas de atención de
la administración educativa y la indignación perenne de los alumnos y de sus
familias.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/12/2019
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