La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 15 de diciembre de 2019

La guitarra



Con mi primer sueldo de profe me compré una guitarra eléctrica. Era un buen instrumento por el que pagué gran parte del salario de un mes. Para mí fue una especie de rito de tránsito. Por vez primera podía permitirme materializar una aspiración con el fruto de mi esfuerzo. Luego vendría el coche, pero aquel Seat Ibiza nunca supuso tanto para mí como la guitarra, una Fender Telecaster negra fabricada en Japón. Corría el año 1987 y la guitarra ha estado conmigo desde entonces. Es cierto que durante largas temporadas ha permanecido adormilada en su funda. Aun así, siempre he mantenido la emoción de despertarla de forma periódica, aunque solo fuera para tocar unos acordes que, invariablemente, me hacían aspirar de nuevo el aroma de mi juventud. Hace un par de años, unos compañeros del instituto y yo decidimos formar un grupo de rock, con lo que mi Telecaster volvió de nuevo a la vida. Pero enseguida vinieron otras guitarras, más modernas, mejores. La vieja guitarra negra se quedó arrumbada, ocupando un espacio del que no dispongo. La semana pasada decidí venderla y difundí el anuncio a través de mi Facebook. Varios amigos, la mayoría músicos aficionados, reaccionaron de inmediato, aunque no como yo esperaba: «No la vendas, ella no lo haría», «Creemos una petición en Change.org para que Eloy no se desprenda de su vieja amiga», «Consérvala, tu prole te lo agradecerá». Al final he decidido hacerles caso y regalarle la guitarra a mi hijo con tal de que el instrumento siga en la familia. Uno de mis proyectos para los años de madurez era aligerar el equipaje, desprenderme de objetos superfluos. El destino de esta guitarra me ha enseñado que, a menudo, lo que consideramos más trivial (recuerdos familiares, libros, fotos, viejas cartas…) es lo que ocupa un lugar más destacado en la espacios secretos de la memoria. Y del corazón.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/6/2019

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