Con
mi primer sueldo de profe me compré una guitarra eléctrica. Era un buen
instrumento por el que pagué gran parte del salario de un mes. Para mí fue una
especie de rito de tránsito. Por vez primera podía permitirme materializar una
aspiración con el fruto de mi esfuerzo. Luego vendría el coche, pero aquel Seat
Ibiza nunca supuso tanto para mí como la guitarra, una Fender Telecaster negra fabricada
en Japón. Corría el año 1987 y la guitarra ha estado conmigo desde entonces. Es
cierto que durante largas temporadas ha permanecido adormilada en su funda. Aun
así, siempre he mantenido la emoción de despertarla de forma periódica, aunque
solo fuera para tocar unos acordes que, invariablemente, me hacían aspirar de
nuevo el aroma de mi juventud. Hace un par de años, unos compañeros del
instituto y yo decidimos formar un grupo de rock, con lo que mi Telecaster
volvió de nuevo a la vida. Pero enseguida vinieron otras guitarras, más
modernas, mejores. La vieja guitarra negra se quedó arrumbada, ocupando un
espacio del que no dispongo. La semana pasada decidí venderla y difundí el
anuncio a través de mi Facebook. Varios amigos, la mayoría músicos aficionados,
reaccionaron de inmediato, aunque no como yo esperaba: «No la vendas, ella no
lo haría», «Creemos una petición en Change.org
para que Eloy no se desprenda de su vieja amiga», «Consérvala, tu prole te lo agradecerá».
Al final he decidido hacerles caso y regalarle la guitarra a mi hijo con tal de
que el instrumento siga en la familia. Uno de mis proyectos para los años de
madurez era aligerar el equipaje, desprenderme de objetos superfluos. El
destino de esta guitarra me ha enseñado que, a menudo, lo que consideramos más
trivial (recuerdos familiares, libros, fotos, viejas cartas…) es lo que ocupa
un lugar más destacado en la espacios secretos de la memoria. Y del corazón.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/6/2019
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