Una de las historias más fascinantes que he oído es
la del relojero inglés John Harrison, que vivió allá por el siglo XVIII. Supe
de este personaje durante una visita al Observatorio Real de Greenwich, a las
afueras de Londres, un lugar emblemático por la trascendencia de los hallazgos
astronómicos y geográficos que allí se realizaron. En una de sus salas se
conserva una colección de relojes antiguos que no suelen despertar la
curiosidad del visitante. En otras circunstancias seguramente no me habría
quedado a escuchar las explicaciones del guía. Pero hacía un día de perros en
Londres, con viento y nieve, y el observatorio se me figuraba más un refugio
que un museo. Así fue como supe de los logros de míster Harrison, quien viene a
ser a la medición del tiempo lo que su contemporáneo Newton es a la física.
Veamos por qué.
John Harrison vivió en una época de exploradores y
navegantes. El comercio con Oriente y con Las Indias movía fortunas inmensas, y
la flota de Su Majestad necesitaba métodos de navegación más fiables que el
sextante y la observación del sol y los astros. Los marinos tenían que conocer
su posición en cada momento. De otro modo no era posible asegurar la seguridad
de las tripulaciones y mercancías ni trazar cartas de navegación precisas. Para
los navegantes de la época era sencillo calcular la latitud. Pero para
determinar la posición de un navío son necesarias dos coordenadas, y el cálculo
de la longitud representaba un grave problema. Recordemos que la longitud es la
distancia al meridiano de Greenwich, una línea imaginaria que se trazó en el
Real Observatorio, como no podía ser de otro modo. El globo terráqueo se
comporta como un reloj que emplea 24 horas en completar un giro. Una hora de menos
(hacia el oeste) o de más (hacia el este) significa que se han recorrido 15
grados de la circunferencia de la Tierra. Si se contaba con un reloj preciso,
un reloj capaz de marcar al segundo la hora de Londres, era posible establecer
la longitud a partir de la diferencia horaria en cada lugar de globo. El
Parlamento ofreció una recompensa de 20.000 libras (unos 3 millones de euros de
la actualidad) a quien fuera capaz de inventar dicho instrumento para la
Corona. Fue entonces cuando John Harrison decidió dejar su oficio de toda la
vida, el de carpintero, y dedicarse a fabricar relojes.
Los relojes más precisos que existían en la época
eran los de péndulo. Sin embargo, la oscilación de un péndulo varía en función
de los cambios de temperatura. El cabeceo de los barcos también afectaba al
movimiento del péndulo impidiendo su regularidad. El primer reloj de Harrison
(el H-1) incorporaba un mecanismo de balanceo por contrapesos que sustituía al
péndulo y no se veía afectado por el movimiento del buque en alta mar. El
problema de la dilatación y la contracción lo solucionó alternando varillas
hechas de distintos metales. Los siguientes prototipos de Harrison sustituyeron
el péndulo por un resorte en espiral parecido al de los relojes modernos. El
problema de los cambios de temperatura se solventó con un dispositivo que de
hecho constituye el primer termostato de la historia.
Harrison dedicó cuarenta años de su vida a
perfeccionar su reloj marítimo. El H-5 llegó a funcionar con una exactitud de
un cuarto de segundo al día. Por desgracia, murió sin que su invento llegara a
ser usado por los navegantes. El tamaño del último cronómetro de Harrison no
era mayor que el de un platillo de café, pero el precio de su fabricación lo
hacía prohibitivo. Durante un tiempo se siguieron usando los sextantes y las
cartas astronómicas. Pero cuando el capitán Cook cartografió la costa norte de
Australia, su buque ya contaba con una réplica del H-5.
¿Llegó Harrison a cobrar la recompensa del
Parlamento? Sí lo hizo, aunque a regañadientes, y para ello tuvo que intervenir
el mismísimo rey Jorge III. Conforme se acercaba a la solución final del
problema, sus enemigos se multiplicaban. Ya lo dijo su contemporáneo Jonathan
Swift: «Cuando aparece un auténtico genio en el mundo, podéis reconocerlo por
este signo: todos los necios se confabulan contra él».
Y esta fue la historia que oí en la voz quebradiza
de un anciano guía, en el Observatorio Real de Greenwich. Doscientos cincuenta
años después, los relojes del carpintero John Harrison persistían en sus
tictacs y oscilaciones, marcando con precisión la hora del siglo XVIII. Afuera,
la nieve se depositaba quedamente, como si el tiempo se hubiera detenido en su memoria.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/5/2013
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