Ayer
mismo me comentaba mi suegra que había disfrutado de mi última presentación
literaria. Y no solamente ella, sino también las amigas que la acompañaron, y
que sacrificaron ese día sus partidas de ajedrez para venir a escucharme. «Se
quedaron encantadas. Me dijeron que mi hija ha tenido mucha suerte al encontrar
un marido tan dulce y encantador como tú». Naturalmente, este último comentario
le arrancó una carcajada a mi esposa (su hija): «Yo a tus amigas les diría que
se vinieran una semanita a convivir con él, a ver qué opinaban luego». Tengo
que decir que estoy completamente de acuerdo. La metáfora teatral está gastada,
pero sigue siendo útil. El éxito en la vida consiste en la capacidad de cada cual
para interpretar, no ya un único personaje, sino todo un catálogo de personajes
adecuados para cada situación. A veces nos toca el personaje solemne, otras el
cómico, o el trágico. A veces tenemos que ser el tío Vania, otras el
padre-madre coraje. Y en no pocas ocasiones descubrimos que estamos
representando al villano del drama. Cada uno de estos papeles tiene su encaje y
su utilidad en según qué circunstancias. Echando mano de una analogía más
contemporánea, la vida se parece mucho a una red social en la que los usuarios
no se muestran como son, sino como quieren que los vean en según qué momentos.
Vivir consiste en construir historias y ficciones, en encarnar personajes. En los
encuentros con lectores trato de mostrarme como un tipo amable, cercano, tranquilo,
porque nadie le quiere comprarle libros a una bestia parda (salvo que se llame
Cela, Umbral o Arturo Pérez-Reverte). En la intimidad del hogar, el doctor
Jekyll a veces se queda dormido y Hyde asoma su hosco careto. Quienes más nos
aman y nos apoyan tienen que aguantar nuestra peor versión, ese personaje del
reparto que le cae mal a todo el mundo. Es así de injusto.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/6/2019
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