El
mando a distancia del televisor supuso el principio del fin de la armonía
familiar. En el pasado remoto (es decir, cuando yo era niño) no los había, ni
puñetera falta que hacían. Se rumoreaba que los madrileños disfrutaban de una
segunda cadena, pero para los habitantes de esa España que con el tiempo
llegaría a estar vacía, el UHF no era más que un mito, unas siglas misteriosas
en el panel de mandos de aquellos televisores primitivos. Yo a veces accionaba
el UHF, pero lo único que se veía era una especie de tempestad de nieve que no auguraba
nada bueno. Supongo que, si en alguna ocasión mis experimentos infantiles hubieran
invocado alguna imagen reconocible, me habría desmayado del susto, como si
Locomotoro hubiera atravesado de repente la pantalla y se hubiera materializado
en el salón de mi casa. En el fondo, creo que aquella cadena única era una
bendición, porque garantizaba el orden social y familiar con más eficacia que el
mismísimo Fuero de los españoles. Y, si lo pienso, tampoco la incorporación de
la Segunda Cadena a la parrilla local supuso una grave perturbación, pues,
acostumbrados como estábamos a prescindir de ella, nadie la veía. Ahora bien,
cuando llegaron los televisores en color y las cadenas privadas, fue como si se
desatara el Apocalipsis. Entonces el mando a distancia se convirtió en el utensilio
más anhelado de la casa, un auténtico objeto de poder que enfrentó a quienes
vivían bajo el mismo techo, con el consiguiente descalabro para el modelo de
familia nuclear. El armisticio llegó con la multiplicación de los televisores
en las distintas estancias y, sobre todo, con la irrupción de las nuevas
tecnologías. Ahora cada miembro de la familia ve lo que quiere y puede obviar
lo que no le interesa, es decir, a sus padres, a sus hijos y a sus hermanos.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/10/2019
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