La
semana pasada murió un amigo mío. Era un poeta conocido y respetado, pero eso
aquí no importa, porque ante la muerte todos somos iguales. La historia es
triste (puede que la haya contado antes). Hace un par de años sufrió un
accidente absurdo, jugando al balón con un niño. Un mal paso, un traspiés, y su
frente se estrelló contra una pared provocándole una gravísima lesión medular.
Tras varios meses en el hospital de parapléjicos de Toledo, y a pesar de
algunos destellos de esperanza, los especialistas concluyeron que su
tetraplejia era permanente y lo mandaron a casa. Su estado físico comenzó a
deteriorarse casi desde el día del maldito accidente. Le costaba respirar y su
voz se había reducido a un jadeo. Todos los músculos de su cuerpo se atrofiaron
y contrajeron, y sus órganos internos comenzaron a fallarle uno tras otro.
Nuestro cuerpo necesita movimiento para mantener su integridad. La mente, en
cambio, puede sobrevivir en las circunstancias más adversas, lo que representa
un milagro, pero también puede ser una maldición. La mente de mi amigo,
brillante, incisiva, lúcida como pocas, se convirtió en testigo impotente de su
declive físico. Él todavía estaba ahí, pero condenado a ser un pasajero de sí
mismo. En los últimos tiempos su cuerpo había menguado hasta parecerse al de un
niño pequeño. Ni siquiera puedo imaginar su sufrimiento, la negra desesperación
que fue creciendo en él día tras día. Al final su organismo se dio por vencido,
o su inteligencia, que era lo único que le quedaba, aparte del afecto y la
admiración de todos cuantos tuvimos el privilegio de cruzarnos con él. Y aunque
ahora sea solo un puñado de cenizas, el fulgor que ha sido su vida tardará
mucho, mucho tiempo en apagarse. Procuraremos aprovechar hasta el último
destello de esa luz.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/6/2019
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