Ya
han transcurrido un par de semanas desde el aniversario del primer alunizaje.
Me imagino que cada cual lo conmemoró a su manera. En mi caso, en lugar de ver
los documentales por televisión, preferí salir al patio para contemplar nuestro
satélite cara a cara. Aunque me llevé un chasco, porque la luna no había
asomado todavía. Apenas se distinguían tres o cuatro estrellas, las más
brillantes. Pero el cielo nocturno esconde sorpresas, sobre todo en las zonas
poco habitadas, y bastaron un par de minutos para que mi visión se habituara a
la oscuridad y comenzaran a distinguirse las constelaciones y, tras ellas, un
polvillo plateado que salpicaba mi pequeño rectángulo de cielo. En ese momento,
inevitablemente, pensé en mi padre. Lo evoqué como era hace cincuenta años, en
su etapa de maestro rural, cuando seguramente permaneció despierto con sus
compañeros para presenciar la hazaña del Apolo 11. Pensé en mi padre con casi
92 años, una semana antes del aniversario del alunizaje, mientras mi hermano y
yo velábamos su cuerpo inerte. Y ese cielo nocturno que yo contemplaba se me
reveló como un vínculo inesperado que mi padre y yo compartiríamos para
siempre, un vínculo mucho más duradero que el de la memoria de quienes lo amamos
en vida y ahora arrostramos su pérdida. Esta cadena de cuerpos, de vidas, adquirió
de repente sentido para mí. Oxígeno, carbono, hidrógeno, nitrógeno… Los materiales
que componían el cuerpo de mi padre se cocieron hace millones de años en el
corazón de alguna estrella. Ahora mi padre se desintegra para volver a formar
parte de un todo, como antes o después me ocurrirá a mí, a todos nosotros. No
creo en la promesa de una vida tras la muerte. El auténtico milagro es la noble
chispa de conciencia que durante décadas animó ese cuerpo que ahora ha
emprendido el regreso al origen. Mi padre, su cuerpo marchito. Tan insignificante,
tan inmenso.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/8/2019
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