El
lunes pasado noté algo extraño al llegar a clase. Mis alumnos estaban
abrazándose en la puerta. Lo hacen a menudo, pero estos abrazos eran distintos.
Eran abrazos de consuelo. Algunos incluso lloraban. Ya en el aula, la sensación
no podía ser más desoladora: caras tristes, ojos enrojecidos y, lo más
escalofriante de todo, un silencio absoluto. Los profesores no estamos
acostumbrados al silencio. A veces lo reclamamos, incluso lo exigimos, pero
cuando uno se planta delante de treinta adolescentes desencajados y mudos es
que algo terrible ha ocurrido. Pregunté discretamente y me respondieron con evasivas.
Pensé que era preferible seguir con la clase y dejar las preguntas para otro
momento. Y así transcurrió la hora, con las emociones a flor de piel, aplastados
bajo un silencio que era como una espesa capa de tristeza que nos cubría a
todos. Más tarde lo supe. El viernes anterior había muerto un antiguo compañero
suyo, un chico que estuvo en el instituto hasta hace un par de años. Un
accidente de tráfico en la avenida de España. Dos muchachos en una motocicleta.
Un choque contra otro vehículo. Nada se pudo hacer por el joven que conducía la
moto. Uno de mis alumnos los seguía montado en una bici y vio morir a su amigo.
Apenas puedo imaginar lo que pasó por la cabeza de este chico tras el accidente.
Quizás que la vida es arbitraria y cruel, y que la muerte nos alcanza a todos,
incluso a los más jóvenes, a quienes menos la esperan. Lo lamentable es que
seguramente tenga razón. Los adultos sabemos que el aprendizaje del duelo forma
parte del proceso de madurar. Por desgracia, se trata de una lección que no se
puede aprender en el instituto y, de todos modos, ellos son demasiado jóvenes para
recibirla. Nada se puede hacer, salvo enviar un fuerte abrazo a los padres de
ese muchacho de dieciséis años que el lunes pasado dejó su pupitre vacío.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/11/2019
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