La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 22 de diciembre de 2019

Silencio



El lunes pasado noté algo extraño al llegar a clase. Mis alumnos estaban abrazándose en la puerta. Lo hacen a menudo, pero estos abrazos eran distintos. Eran abrazos de consuelo. Algunos incluso lloraban. Ya en el aula, la sensación no podía ser más desoladora: caras tristes, ojos enrojecidos y, lo más escalofriante de todo, un silencio absoluto. Los profesores no estamos acostumbrados al silencio. A veces lo reclamamos, incluso lo exigimos, pero cuando uno se planta delante de treinta adolescentes desencajados y mudos es que algo terrible ha ocurrido. Pregunté discretamente y me respondieron con evasivas. Pensé que era preferible seguir con la clase y dejar las preguntas para otro momento. Y así transcurrió la hora, con las emociones a flor de piel, aplastados bajo un silencio que era como una espesa capa de tristeza que nos cubría a todos. Más tarde lo supe. El viernes anterior había muerto un antiguo compañero suyo, un chico que estuvo en el instituto hasta hace un par de años. Un accidente de tráfico en la avenida de España. Dos muchachos en una motocicleta. Un choque contra otro vehículo. Nada se pudo hacer por el joven que conducía la moto. Uno de mis alumnos los seguía montado en una bici y vio morir a su amigo. Apenas puedo imaginar lo que pasó por la cabeza de este chico tras el accidente. Quizás que la vida es arbitraria y cruel, y que la muerte nos alcanza a todos, incluso a los más jóvenes, a quienes menos la esperan. Lo lamentable es que seguramente tenga razón. Los adultos sabemos que el aprendizaje del duelo forma parte del proceso de madurar. Por desgracia, se trata de una lección que no se puede aprender en el instituto y, de todos modos, ellos son demasiado jóvenes para recibirla. Nada se puede hacer, salvo enviar un fuerte abrazo a los padres de ese muchacho de dieciséis años que el lunes pasado dejó su pupitre vacío.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/11/2019


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