Me
repugnan los mimos. Es algo irracional, lo sé. Que yo recuerde, en mi infancia
no sufrí el ataque de ninguno de esos artistas de pacotilla. Sin embargo,
nuestras vidas se rigen por una amalgama de impulsos irracionales, impulsos que
somos incapaces de explicar, pero que aun así son capaces de provocar
reacciones extremas e incontroladas. En los últimos años, he sufrido varios
episodios agudos de esta modalidad tan peculiar de «colombofobia». Uno de ellos
tuvo lugar en la calle Fuencarral de Madrid, madriguera de artistas callejeros
de todo pelaje. No sé por qué me eligió a mi como víctima, pero de pronto me vi
asediado por un clon de Marcel Marceau que ejecutaba sus gracias a mi
alrededor. Apreté los dientes y el paso. Ya me creía a salvo cuando oí una voz
a mi espalda: «Se le cashó», me gritó
el mimo (encima argentino), incumpliendo su sagrado juramento de no abrir la
boca. Pensé que se me había caído la cartera o el móvil, pero entonces el tipo
completó la frase: «Se le cashó la
sonrisa». Pocas veces he estado tan cerca de liarme a tortas con alguien en
medio de la calle. Aunque hubo un episodio peor. Fue en el Altozano, un Día del
Libro, y por cortesía del Ayuntamiento. Esta vez era una chica. Iba disfrazada
de bailarina o algo así. Creo que su instinto depredador le permitió oler mi
miedo y me eligió como víctima para ejecutar su aborrecible rutina mimesca.
Creí que iba a morirme de pánico y de vergüenza, pero decidí enfrentarme a ella:
«Por favor, déjame en paz», le supliqué. Ella se volvió hacia mi exmujer, agitó
la mano derecha y puso cara de «menuda prenda elegiste para casarte». Y mi
anterior esposa se mostró de acuerdo. De hecho, nos divorciamos apenas unos
meses después. Que estas líneas sirvan como aviso para todos los mimos del
mundo: la próxima vez no saldréis impunes.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/11/2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario