A mi perrete le ha dado por ladrarles a
todos los chavales negros con los que nos cruzamos por la calle. En el momento
en que los ve venir, se pone hecho una auténtica fiera. Aclaro que Frankie es
un bichón maltés de apenas cuatro kilos de peso, por lo que la situación no
entraña riesgo físico para nadie. Los chicos se ríen cuando lo ven tan enfadado
y yo les devuelvo la sonrisa, encogiéndome de hombros a modo de disculpa.
Porque una cosa son los riesgos físicos y otra los riesgos morales, que para mí
son elevados. En esos momentos querría que me tragara la tierra. Al igual que
todos nuestros hijos, Frankie ha sido educado en la igualdad y en la no
discriminación por motivos de sexo, raza, credo o condición sexual. Hasta hace
poco tiempo era un animal muy cariñoso con todo el mundo. Y de hecho lo sigue
siendo, salvo con los subsaharianos. No tengo ni idea del motivo de esta
irritante costumbre, y me temo que los psicólogos caninos (de haberlos) están
fuera de mis posibilidades. Sin embargo, quiero pensar bien de él, porque
siempre se ha comportado con dulzura y devoción hacia nosotros y el resto del
género humano. Frankie nació en Murcia, pero ha crecido y se ha educado en
Albacete. Quizás haya adquirido ese gen manchego que nos lleva a mirar con
extrañeza y curiosidad a todo o que nos parece forastero, y no por racismo ni
xenofobia, sino por falta de costumbre. Y recuerdo ahora a ese personaje de Amanece que no es poco que llevaba toda
la vida conviviendo con un negro en casa (era su sobrino, me parece) y que, aun
así, cada vez que se lo cruzaba por la escalera exclamaba «¡coño! ¡el negro!» y
echaba a correr en dirección contraria.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/9/2018
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