Ando
preocupado con la cuestión de la privacidad en Facebook. Los rumores son
inquietantes. Insisten en que la red social almacena mucha más información
nuestra de lo que podamos imaginar, y utiliza esa información para su
beneficio, sin el menor miramiento por nuestra voluntad y nuestros derechos
ciudadanos. He estado trasteando con la configuración de privacidad de la
página en un intento de frustrar los oscuros designios del amigo Zuckerberg. No
es que la información que he vertido en Facebook sea gran cosa. Tampoco creo
que le vaya a interesar a nadie. Pero, a fin de cuentas, se trata de
información personal, es decir, mía, y siempre he sido muy escrupuloso con mi
propiedad. De este modo he descubierto una opción insólita cuya existencia
desconocía. Facebook tiene prevista la contingencia, más que cierta, de nuestro
tránsito a mejor vida, y nos invita a designar a un deudo que se ocupe de
nuestro perfil social una vez hayamos abandonado este valle de lágrimas. No sé
si han oído hablar de los «fantasmas cibernéticos», pero lo cierto es que
existen infinidad de perfiles y cuentas de correo que pertenecen a personas
fallecidas que se han llevado sus contraseñas a la tumba. He estado pensando
mucho en el asunto. Desde luego, no me parece agradable seguir atado a este
mundo tras la muerte, aunque se únicamente en forma de electrones rebotando
caprichosamente por los recovecos de la red. Por otro lado, se me ha ocurrido
que la posibilidad de nombrar un albacea para este fin exclusivo posee ventajas
añadidas. Procuraría que se tratase de una persona de toda confianza, y le
confiaría un archivo con todas las cosas que me gustaría hacer públicas tras mi
muerte, esas cosas que ahora no me atrevo a decir por miedo a las
consecuencias. Una especie de pataleo póstumo con el que no pienso dejar títere
con cabeza.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 30/3/2018
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