Los
expertos en estas cosas afirman que hasta las actividades cotidianas que
consideramos más inofensivas entrañan riesgos. Ganar el gordo de la lotería es
mucho menos probable que morir en un accidente de camino a la administración.
Este último fin de semana, durante un viaje a Sevilla, a mi mujer y a mí se nos
ocurrió dar una vuelta en un coche de caballos por el centro de la ciudad. Yo
tenía mis dudas, pero mi mujer empleó la fórmula mágica de «vengaaa, me hace
mucha ilusión» y… en fin, San Valentín estaba a la vuelta de la esquina. Algo
sospechosa me pareció la catadura del joven cochero. Aun así, de repente me
encontré subido al vehículo sintiéndome un guiri más. Enseguida descubrimos que
el cochero debía de haber visto muchos westerns
de John Ford, ya que se precipitó en un vertiginoso trayecto por lugares bullentes
de tráfico, o bien tan angostos que ni siquiera parecían practicables para una
motocicleta. Yo estaba aterrorizado, lo confieso, pero disimulé por miedo a
quedar como un idiota delante de mi esposa, que parecía estar disfrutando
horrores. Pero he aquí que, al adentrarnos en el parque de María Luisa, observamos
que se abalanzaba contra nosotros otro coche guiado por un sujeto no menos
temerario. Lo que sigue solo lo puedo describir como una sucesión de
impresiones confusas, aunque todas ellas terroríficas: el otro caballo
encabritado, relinchos, nuestro coche virando sin control, una viandante a
punto de perecer aplastada, un caballo en el suelo agitando las patas, la
expresión de pánico de un japonés que debió de quedarse en Osaka, gritos e
insultos («¡Ereh horrorossso!»). Al cabo de diez minutos me apeé indemne junto
a la catedral, hinqué la rodilla en tierra y le di gracias a la Virgen de los Reyes
por habernos sacado de aquel trance. «Nunca más», me dije. Nunca más.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/2/2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario