He
tenido un final de las Navidades bastante agitado, tanto que ni siquiera me ha
dado tiempo a formular mis propósitos de Año Nuevo. Ahora que las cosas se han
calmado un poco, me doy cuenta de que me he saltado ese rito de tránsito que
consiste en hacer inventario de todas las cosas que han ido mal y buscar
fórmulas para corregirlas. Eso me preocupa y me aturde, pues tengo la sensación
de que me he adentrado en un nuevo año sin cerrar el anterior, como una empresa
que termina un ejercicio y se salta los balances, las obligaciones fiscales y
el plan de mejora. Ayer aproveché un rato de tranquilidad para intentar hacer
los deberes. Desistí enseguida al comprobar que ya es demasiado tarde. La fecha
del 1 de enero posee una mística especial, tanto que hasta cuestiones como
«dejar de fumar», «perder peso» o «apuntarse a un gimnasio» parecen tener algún
significado. El 18 de enero, sin embargo, es un día como cualquier otro, una
hoja más en la rutina del calendario. La realidad ha recobrado su pulso y los
propósitos de empezar una vida nueva recuperan su condición de espejismos (por
no decir estupideces). Además, me di cuenta de que lo que los cambios que
considero imprescindibles no dependen tanto de mí como de otros. En concreto,
dependen de la desaparición de ciertas personas y circunstancias muy tenaces a
la hora de perseverar en su existencia. No existe un botón mágico con el poder
de borrarlos del mapa. Si existiera, cada persona tendría el suyo, con lo que
el planeta quedaría despoblado. Es preferible dejarse arrastrar por el río del
tiempo a tratar de nadar contra la corriente. Por lo menos, es mucho más
descansado.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 19 de enero de 2018
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