Gracias
a cierto periódico digital he sabido que en nuestra humilde y soñolienta
diócesis también se practican exorcismos, tal vez no tan espectaculares como
los de Hollywood, pero exorcismos al fin y al cabo (con el maligno no caben
medias tintas). Según afirmaba el sacerdote entrevistado sobre tan peliagudo
asunto, hay personas que acuden a él convencidas de tener un demonio dentro,
aunque en la mayoría de los casos se trata de trastornos mentales que responden
mejor a las antipsicóticos que a los hisopos. Con todo, parece que hay una
serie de signos que delatan la infestación diabólica de forma concluyente, como
la capacidad de girar la cabeza 360 grados, el hecho de levitar sobre la cama
con los brazos en cruz, el uso constante de las palabras malsonantes y los
vómitos explosivos, sobre todo si la materia arrojada es de color verde. Repaso
la lista de señales y se me ocurre que con este asunto conviene andarse con
pies de plomo, pues yo mismo sufrí alguno de esos síntomas en mi alborotada
juventud tras una noche de desenfreno levantino. Pero existe un signo
inconfundible que no puede ignorarse, y me refiero a la capacidad repentina de
hablar lenguas extranjeras que nunca se han estudiado. No basta con que el
presunto poseído se exprese en una jerga incomprensible, lo que puede obedecer
a una simple resaca o a un intento de emular a Mariano Rajoy, sino a levantarse
una mañana hablando por los codos en latín, en arameo o en hebreo antiguo, que
son las lenguas favoritas del maligno, tan clásico y cosmopolita él. Una
cuestión muy distinta sería que un alumno de secundaria de los programas
bilingües comenzara a expresarse en perfecto inglés. Eso, más que un signo de
posesión diabólica, sería un auténtico milagro.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/2/2018
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