La
semana pasada olvidé escribir el maldito artículo sobre el Día del Libro. Ahora
comprendo que la omisión no fue tan grave. A fin de cuentas, como nos enseñó
Wittgenstein, sobre aquello que no se puede hablar, lo mejor es callarse. Y me
dirán que no es verdad, que sobre el libro sí se puede hablar, que todo el
mundo lo hace (sobre todo los políticos, al menos una vez al año). Pero los
auténticos protagonistas del mundo editorial, cuando hablan sobre el libro, es
solo para quejarse, y la gente que siempre se queja acaba aburriendo. Los
editores se quejan de los lectores porque no compran los libros que publican,
de los autores, que escriben mamotretos que a nadie le interesan, y de las
distribuidoras. Los autores acusan a los editores de no publicar Sus Obras, a
los lectores de no leerlos y a los libreros por no ponerlos en sus escaparates.
Los libreros se quejan de las voraces distribuidoras, de los lectores, que
prefieren gastar su dinero en cañas y se bajan los libros gratis de internet,
del gobierno, de la ley de autónomos, del precio de la luz, de Amazon y del
sursuncorda, si se tercia. Este coro de plañideras profesionales genera tal
confusión que al final perdemos de vista lo que verdaderamente importa. El
libro sí que tiene motivos para quejarse. Y lo haría si tuviera boca, estoy
seguro, pues nunca estuvo peor. Siempre han existido los géneros populares. En
el Siglo de Oro, la novela popular nos regaló El Quijote y el Lazarillo. En el
XIX, nos brindó a Galdós, a Dumas y a Dickens. En el XX, a Patricia Highsmith y
a Ray Bradbury. En lo que llevamos del siglo XXI, las cimas de la novela
popular son Dan Brown y las Cincuenta sombras de Grey. Y eso sí que es un
motivo para lamentarse.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/4/2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario