Una
revista norteamericana pidió a un grupo de ciudadanos anónimos que narraran una
experiencia en la que se hubieran sentido a las puertas de la muerte. Casi
todos ellos relataron enfermedades graves o accidentes de tráfico. Un par
refirieron asaltos callejeros en los que les amenazaron con navajas o armas de
fuego. Por último, una señora contó un viaje en avión con un motor incendiado
que provocó un aterrizaje forzoso. Me dio por preguntarme qué contestaría yo si
fuera uno de los entrevistados, y descubrí que carecía de una experiencia
similar que relatar. Aunque la perspectiva de sufrir un trance semejante no
seduce a nadie, pensé que verle las orejas al lobo, al menos una vez en la
vida, no deja de tener utilidad, pues sirve para establecer prioridades y
contemplar la existencia con cierta perspectiva. Y entonces recordé un episodio
de mi infancia en el que sí estuve convencido de que mi corta vida había
llegado a su fin. Debía de tener seis o siete años y bajaba solo en un ascensor.
El aparato sufrió algún tipo de avería que le hizo hundirse unos veinte
centímetros, lo que me impedía abrir la puerta. Dicen que los críos viven en un
presente eterno, y yo lo puedo aseverar a raíz de aquella experiencia. Toqué el
timbre de alarma, pedí auxilio a gritos, y nadie acudió. Nadie acudió de
momento, quiero decir, pues no creo que tardaran más de un cuarto de hora en
liberarme. Pero durante esos minutos, que a mí me parecieron días, estuve
completamente convencido de que iba a morir allí dentro de hambre y de sed. Y
ahora comprendo que, tal vez, el curso posterior de mi vida quedara prefigurado
por aquel trance. A mis 54 años, puede que no sea otra cosa que un niño que
grita aterrado dentro de un ascensor.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/5/2018
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