El
tiempo apenas da tregua. Al cabo de varias semanas de avatares meteorológicos,
ya no sabemos si somos habitantes del mundo real o si nos hemos convertido en
entes abstractos a caballo entre dos isobaras. Entes abstractos pero dolientes,
resignados a la llegada de la próxima borrasca, que acecha a la vuelta de la
esquina para barrer los restos de humanidad que aguantaron tras el último
vendaval o el último diluvio. Hasta la actualidad parece desdibujarse. Las
inclemencias climáticas han borrado a Cataluña de los mapas. El único mapa que
ahora nos importa es el que nos muestra las precipitaciones y las temperaturas
de mañana. ¿Podremos salir de casa este fin de semana o seguiremos condenados a
una existencia oscura y doméstica? ¿Cuándo va a terminar este tormento de
abrigos, de paraguas, de recibos de calefacción que nos dejan la cuenta en
números rojos? Escribo estas líneas con las rodillas pegadas al radiador, y
temo haberme transformado en un ser de hábitos invernales. Acostumbrado a esta
existencia marginal, temo la llegada de ese día hipotético en que el anticiclón
asome entre los nubarrones. Quizás sea incapaz de soportarlo y me vea obligado
a regresar en busca de la manta y del paracetamol. Nos lo advirtieron y no
quisimos creerlo: «El invierno se acerca —nos dijeron—. Temed el día en que el
viento llegue aullando desde el norte. Temed a la larga noche, cuando el sol
oculte su rostro durante meses y los niños nazcan y vivan en la oscuridad,
cuando los caminantes blancos deambulen por el bosque.» Pues bien, aquí está el
invierno, aquí están los caminantes blancos. Acabo de encontrarme con uno de
ellos en el ascensor.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/3/2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario