Oímos con frecuencia el
término “inflación académica”, fenómeno relacionado con la llegada masiva de
alumnos a la universidad y la degradación del mercado laboral. Cuando yo
terminé estudios, una licenciatura garantizaba un puesto de trabajo de calidad.
En estos tiempos, sin embargo, los diplomas universitarios se han convertido en
láminas decorativas para colgar en la pared. Los nuevos licenciados se ven
obligados a permanecer en la universidad para engordar su currículum a base de
títulos de postgrado de utilidad también incierta. Paradójicamente, esta
devaluación de los estudios ha venido acompañada de una necesidad compulsiva de
celebrar cada etapa de un modo más y más pomposo. Mi hijo tuvo su primera
fiesta de graduación (con diploma, orla y birrete) cuando terminó el parvulario.
Luego, conforme completaba nuevos ciclos, vendrían otras ceremonias, cada vez
más exageradas y solemnes. Y, por fin, la madre de todas las fiestas, la
ceremonia de graduación, precisamente lo que trae de cabeza a los alumnos de
segundo de bachillerato por estas fechas. Quien tenga un hijo de diecisiete o
dieciocho años en el instituto lo sabe muy bien. En lugar de preocuparse por
culminar con éxito sus estudios, los chicos y chicas se angustian pensando en
el modelito que van a lucir en la fiesta de graduación y en el restaurante
donde tendrá lugar el desmadre posterior. La presión es tan fuerte que los estudiantes
se sienten obligados a embarcarse en esta combinación de pase de modelos y
bacanal que son las fiestas de graduación, y que a menudo se convierten en
fuente de conflictos, de frustración y de más de una urgencia por intoxicación
etílica. Sensatez. Sensatez y mesura, por favor.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 13/4/2018
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