Albacete
está en obras. Un ejército de máquinas y operarios ha tomado las calles. Las
zanjas y los montones de escombro deforman el semblante de la ciudad como
cicatrices en la cara de un boxeador. Dicen que los jubilados se entretienen
mirando zanjas (una simple leyenda urbana; en realidad pasan el día trasegando
con sus nietos de la mano), pero para los demás esta ciudad se ha convertido en
un territorio hostil, peligroso. Un Sarajevo sin francotiradores. Sin duda
merecemos mejores aceras, pavimentos sin socavones, canalizaciones de agua más
modernas y eficaces. El problema es que, para este asunto de las obras
públicas, nuestro ayuntamiento actúa como uno de esos malos estudiantes que se
dejan todo el trabajo para el día de antes del examen. Una buena mañana salimos
a la calle y ante nuestra casa encontramos una excavadora asestando dentelladas
jurásicas al asfalto. Seguimos adelante y descubrimos que nuestro trayecto
diario se ha convertido en un laberinto donde el peligro acecha tras cada
recodo del camino. Y pensamos que lo más sensato sería evacuar la ciudad y
regresar dentro de unos meses, cuando las excavadoras y los camiones se hayan dado
por satisfechos y regresado a sus cubiles. Aunque todo tiene sus ventajas. Un
amigo que ni siquiera está jubilado me cuenta que la calle Albarderos se ha
convertido en una especie de museo a cielo abierto. Las zanjas han revelado
almacenes subterráneos llenos de tinajas, aperos y otros vestigios de nuestro
pasado agropecuario. No se trata de templos ni villas romanas, pero algo es
algo. Siempre he pensado que Albacete es una anomalía surgida entre campos de
labranza. Puede que en esa ciudad subterránea que las máquinas han dejado al
descubierto se oculten las esencias de esta ciudad.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/3/2018
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