Esta
semana he visto por fin “Bohemian Rhapsody”, la película sobre la vida de
Freddie Mercury y (en segundo plano) la historia de Queen, la banda de la que
fue cantante solista. Recalco el “por fin” porque me moría de ganas por
hincarle el diente a este “biopic” desde que aparecieron los primeros trailers.
Y no me he sentido decepcionado. Es cierto que es un producto para fans, y que
comparte mucho del cine de superhéroes del que su director, Bryan Singer, se ha
convertido en especialista. Más que a una persona de carne y hueso, el Freddie
Mercury de la película nos recuerda a Superman o a Lobezno, un individuo con
poderes sobrehumanos y, a la vez, una atormentada vida interior. Tan
atormentada, de hecho, que incluso en eso se distingue del común de los
mortales y se eleva sobre ellos. Pero cuando uno va al cine no espera que le
proyecten un documental, sino una historia que le emocione y le haga vibrar, lo
que solo es posible gracias a la ficción. Y “Bohemian Rhapsody” logra ese
objetivo tan difícil de emocionarnos en varios momentos, sobre todo al final,
cuando las peripecias del artista ceden protagonismo a la música, y la magia
del cine nos encarama al escenario del antiguo Wembley donde Queen actuó en 1985,
después de Dire Straits y antes de David Bowie. En ese glorioso momento de la
cinta no pude reprimir una lagrimita, no solo por la música, sino porque me
vino a la memoria cierto muchacho de 17 años que todas las tardes, al salir del
instituto, se reunía con sus amigos para escuchar discos de Queen, de Pink
Floyd y de Led Zeppelin. No sé qué habrá sido de él.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/11/2018
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