Todos
tenemos nuestros miedos, algunos compartidos (a la muerte, a la enfermedad, a
los inspectores de Hacienda), y otros particulares e intransferibles. Yo, desde
que era un crío, les tengo un miedo atroz a las escaleras mecánicas. En mi
infancia las únicas escaleras de este tipo que había en la ciudad eran las del
edificio nuevo de Fontecha y Cano, en la esquina de la calle Mayor y la Calle
Ancha. El ingenio, jamás visto por estas latitudes, permitía ascender desde el
primer al segundo piso sin el menor esfuerzo, y fue muy celebrado en aquella
soñolienta población de los años setenta que de pronto se encontró subida en el
tren de la modernidad. Muy celebrado por todo el mundo menos por mí, que sentí
un escalofrío nada más verlo y me negué en redondo a probarlo, y ello a pesar
de los ruegos y el bochorno de mis padres, que acababan de descubrir que su
primogénito, además de gordito, era un niño pusilánime y seguramente corto de
entendederas. Pero en mi imaginación infantil se había proyectado una película
acerca de los muchos accidentes cruentos que aquel artilugio podía causar,
desde la pérdida de extremidades al riesgo de quedar triturado entre aquellos
dientes y garras de acero en los que nadie parecía reparar. El problema es que
en mi edad adulta sigo conservando esa fobia intacta, y hoy en día resulta casi
imposible ir por el mundo sin toparse con escaleras mecánicas por todas partes.
Este último fin de semana, sin ir más lejos, he hecho el ridículo en varias de
las estaciones de metro más concurridas de Madrid. Habrá quien todavía se
pregunte de dónde había salido ese troglodita que ascendía y descendía con cara
de pánico, aferrado a la barandilla y dando un salto al final de cada tramo
para evitar el mordisco del monstruo que, a buen seguro, se escondía debajo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/12/2018
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