Hoy
me ha sucedido algo. Después de 29 años seguidos trabajando en el mismo
instituto, he recibido de manos de su secretario la llave de una de las
taquillas. Y no se trata de una taquilla cualquiera, sino de una de las
históricas, un armario de madera noble con el número que la identifica tallado en
bajorrelieve en la parte superior. Hay solo veinte de estas taquillas. En su
día, cada profesor tuvo la suya, pero ahora somos más de ochenta, por lo que su
posesión se ha convertido en un signo de prestigio y exclusividad, como un
Ferrari o una villa en la Costa Azul, pero a medida de nuestro menguante
prestigio social y profesional. Los mecanismos por los que se accedía al
privilegio de una taquilla eran complejos. Tenían mucho que ver con el azar y
con la capacidad del aspirante para complacer a un propietario a punto de
jubilarse. Pero el nuevo equipo directivo ha decido cortar por lo sano y
repartir todas las taquillas sin propietario, que eran ocho, y casi ninguna
vacía. Sus anteriores dueños (entre ellos varios difuntos) habían decidido
perpetuar su presencia en el instituto dejando atrás recuerdos que son casi
reliquias: una bata blanca colgada de una percha como un melancólico fantasma,
una pila de exámenes pretéritos cuyos autores, a juzgar por el color amarillento
del papel, ya deben de ser también jubilados… A partir de hoy, una de esas cápsulas
de tiempo me pertenece a mí. Y ahora solo me falta pensarme el asunto de la
reliquia. No uso bata y procuro reciclar el papel, pero pienso que uno de mis
huesos (o incluso la calavera) podrían resultar adecuados para el empeño. Lo
único que enturbia mi alegría es que mi taquilla es la número cinco y, ya
saben, el dichoso número tiene mala rima.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 23/11/2018
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