Nuestra
relación con la muerte ha cambiado. Antes la gente moría en su casa. Las
mujeres de la familia se encargaban de arreglar el cadáver, de lavarlo, de vestirlo
o amortajarlo. El velatorio se celebraba en casa y, hasta la mañana siguiente, no
tomaban el relevo los de la funeraria para organizar el traslado a la iglesia y
al cementerio. Ahora todos los ritos que rodean a la muerte se han vuelto
impersonales. Desde el instante del fallecimiento, el muerto está solo o en
manos de extraños, como si jamás hubiese existido. Incluso el velatorio, si es que tiene
lugar, se realiza con un cristal de por medio. En este asunto, como en tantos
otros, a la gente de hoy no nos gusta mancharnos las manos. Delegamos en otros,
pagamos lo que haga falta con tal de ahorrarnos el contacto con los aspectos
más ingratos de la vida, y la muerte sin duda lo es. O tal vez no. Hace poco leí
un relato en el que un grupo de matrimonios esparcen las cenizas de una querida
amiga que había sido el nexo de unión entre todos ellos. Cuando vuelven a
reunirse, descubren que todos han conservado una reliquia de la fallecida. Al
parecer, la empresa funeraria cometió un error al incinerar el cadáver. Entre
las cenizas quedaron numerosas esquirlas de hueso calcinado, algunas del tamaño
de una nuez. Nadie reparó en el detalle hasta el momento de introducir la mano
en la urna para tomar su puñado de cenizas. Entonces, en secreto, cada uno se guardó
un fragmento de hueso. Cuando lo descubren, deciden que se reunirán todos los
años en conmemoración de la amiga muerta, y que cada cual llevará consigo ese trocito
de la persona a la que tanto amaron en vida. Los protagonistas del cuento no vacilan
en mancharse las manos. Una alegoría triste y a la vez muy hermosa.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/11/2018
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