O yo
me estoy haciendo viejo o el mundo se está volviendo demasiado complicado. O
las dos cosas. Cuando era joven todo resultaba relativamente sencillo. Fumar,
por ejemplo. Uno iba a un estanco y pedía una marca de tabaco. Y ya está
(cierto es que a veces fumábamos otras cosas, pero eso no viene a cuento
ahora). Ahora en los estancos venden las sustancias más insólitas. Algunas
parecen golosinas y otras vienen en frasquitos. Y la simple observación no
ayuda mucho a comprender la naturaleza de esos mejunjes. Intuyo, sin embargo,
que algunos se inhalan con el auxilio de unos dispositivos electrónicos
parecidos a un bolígrafo, cachivaches que sin duda cuentan con luces LED y con
puerto USB. Otros utensilios del fumador moderno se adentran más bien en el
mundo de orientalismo, y guardan cierto parecido con las pipas de los fumadores
de opio. De lo único que estoy seguro es de mi estupor ante ciertas
conversaciones que oigo mientras aguardo mi turno en el estanco: «¿Tenéis algún
sabor nuevo?» «Sí, ahora nos ha llegado con sabor de melocotón?». O de pipermín,
o de manzana caramelizada, o de solomillo con reducción de Pedro Jiménez. Y
acto seguido se llevan unos frasquitos que parecen salidos del laboratorio de
la serie Breaking Bad. O bien unos
tarros llenos de píldoras de colores que me recuerdan a la fábrica de Willy
Wonka. Y yo pienso, «por Dios, ¿qué se está fumando esta gente?». ¿Adónde han
ido a parar aquellos Ideales, aquellos Celtas cortos, aquellos Bisontes de mi
juventud? A veces incluso me viene a la memoria el nombre de don Francisco
Hernández Boncalo, aquel descubridor y científico del siglo XVI que trajo de
las Indias las primeras semillas de tabaco, convirtiéndose así en precursor del
enfisema y del cáncer de pulmón. ¿Qué pensaría el buen caballero de todo esto?
A buen seguro, estará revolviéndose en su tumba.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 26/10/2018
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