Estos
días ando repasando una novela que escribí hace veinte años, pues planeo
publicar una nueva edición. Confieso que he sufrido un shock, una especie de
dislocación temporal, al comprobar que los protagonistas no usan ordenadores,
no envían correos electrónicos ni whatsapps, carecen de perfiles en redes
sociales y hasta de teléfonos móviles. La novela está ambientada en los últimos
días de diciembre de 1999. Sin embargo, en cuanto al uso de la tecnología se
refiere, la acción podría transcurrir perfectamente cincuenta años antes. Hoy
en día sería incapaz de escribir la misma historia. Dice un amigo mío, también
novelista, que cuando un escritor no sabe cómo seguir tirando de la madeja
narrativa, lo más socorrido es que el protagonista se saque un móvil de su
bolsillo. Hay expertos que afirman que las nuevas tecnologías nos están
volviendo perezosos e idiotas, que los humanos corremos el riesgo de terminar
convertidos en peleles estupefactos que babean ante una pantalla. Me temo que a
los escritores nos esté ocurriendo lo mismo. Las nuevas tecnologías de la
información se han convertido en un recurso tan socorrido que nos resulta
imposible concebir una trama en la que los ordenadores e internet no tengan un papel
destacado. Los aparatos impulsan la
acción, y los personajes no solo no pueden prescindir de sus dispositivos, sino
que van a remolque de ellos como un burro tras una zanahoria. ¿Quién puede
encontrar esto sorprendente? En la senda de Aristóteles, Shakespeare dijo que el
arte consiste en sostener un espejo ante la naturaleza. La escritura, por
tanto, debe reflejar el mundo. Si la mayoría de los libros que se publican hoy
en día cuentan historias bobas y superficiales, es porque el mundo se ha vuelto
bobo y superficial. Los escritores no tenemos la culpa de ello. Sencillamente,
nos limitamos a reflejarlo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/2/2019
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