En
la España de antes, lo de poseer una enciclopedia era una cosa muy seria. Uno
hacía la mili, se casaba y, antes de plantearse la procreación, se compraba una
enciclopedia. La Laurouse era la enciclopedia por excelencia de las clases
medias, en especial de los funcionarios. Hasta hace no tanto, los comerciales
de Planeta recorrían los centros educativos y nos reunían durante el recreo
para glosarnos las virtudes del mamotreto (más bien de los 24 mamotretos, sin
contar apéndices) a cambio de alguna baratija. Yo nunca la compré, porque mi
ambición era poseer la enciclopedia Espasa, como mi amigo José Miguel. La
Espasa repartía todo el saber atesorado por la humanidad en sus más de cien
tomos. El problema es que se trataba del saber del siglo XIX, con lo que sus
apéndices amenazaban con multiplicarse hasta el infinito. Cuando estábamos en
tercero de BUP, José Miguel acometió la ingente labor de leerse la obra entera,
pues aspiraba al título de sabio. Cuando menos, logró convertirse en un tipo
bien informado, a pesar de que no llegó a pasar de la entrada dedicada a Aarón,
el hermano de Moisés. Lo innegable es que la Espasa tenía su gracia. La entrada
correspondiente a «golfo», por ejemplo, no solo instruía al lector curioso
sobre el accidente geográfico, sino también sobre las costumbres de los vagos,
quinquis y rateros. El artículo venía ilustrado con fotos de tipos de dudosa
catadura, y hablaba de sus deficientes hábitos higiénicos y de su manía de
hacer cola en la puerta de los conventos y parroquias a ver qué caía. Al final,
desistí de comprar la Espasa porque no me cabía en ningún sitio, y me decanté
por la Encyclopaedia Britannica, que
también vestía bastante porque estaba entera en inglés y porque Borges la leía
antes de quedarse ciego (¿quién sabe si existió alguna relación causa-efecto?).
Hoy no necesitamos enciclopedias porque tenemos internet. Qué bajo hemos caído.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 15/2/2019
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