¿Quién
no está harto de esa frasecita según la cual las elecciones son “la fiesta de
la democracia”? Como todos los tópicos, este ha acabado por cansar a fuerza de
repetirse. Igual que las propias elecciones, vaya. Además, las fiestas
excesivamente largas terminan aburriendo. Poco más de un mes después de que
Pedro Sánchez convocara las elecciones, muchos empezamos a sentir un hastío
profundo, y eso que todavía estamos a varias semanas del comienzo de la campaña
electoral (de la primera, porque luego vendrá otra). Tanta retórica pedestre,
tanta estratagema burda y tanta mentira descarada comienzan a pasar factura. Lo
único medianamente entretenido son las noticias sobre las maniobras de los
partidos para “cerrar sus listas”: quiénes entran, quiénes permanecen y quiénes
se quedan para vestir santos. Dudo que alguien se crea todavía aquello de que
en democracia el pueblo elige a sus representantes. En realidad, detrás de la
poética de las urnas, se oculta la grosera (y a menudo cruenta) realidad de la
confección de las listas electorales. En esas cloacas de la democracia se viven
durante estas fechas episodios de gran dramatismo, porque son muchos los que se
enfrentan a la alternativa de seguir viviendo del cuento o de tener que
buscarse un trabajo honrado, posibilidad sin duda aterradora para buena parte
de la clase política profesional. No hay temporada mejor, por tanto, para
disfrutar de la política, de la satisfacción que produce contemplar la cara de
tonto que se les queda a algunos cuando comprenden que se les ha acabado el
chollo. Luego, todos los partidos presumirán de unidad conforme se aproxime la
“fiesta de la democracia”. Prietas las filas, los candidatos avanzarán hacia la
conquista o la conservación de sus privilegios. A los ciudadanos de a pie, en
cambio, solo nos quedará la larga y resignada resaca.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 22/3/2019
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